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209. Leyendo en el suelo.
En casa tenemos un pequeño pasillo que comunica el salón con las habitaciones, en él hay una librería no muy grande llena de libros que hemos ido comprando poco a poco. Son libros variados: los que he ido comprando yo son policiacos, de misterio, de fantasía y de ciencia ficción los más; también tengo de religión y física, y algunos de historia; los demás son los comprados por el resto mi familia. No es la única librería que tenemos en casa –lo cierto es que en todas las habitaciones hay libros–; desde que puedo recordar siempre he estado rodeado de libros: desde pequeño he visto a mis padres con libros en las manos, y, evidentemente, se me ha pegado el gusto por ellos. Me he detenido a explicaros lo de la librería del pasillo porque le tengo un cariño especial. No sé exactamente el motivo, pero me gusta: puede que sea por su situación en la casa, pero me gusta detenerme enfrente de ella, contemplar los libros y, a veces, coger uno de los libros para leerlo –aunque en más de una ocasión es para releerlo– y sentarme en el suelo con la espalda apoyada en las estanterías y los pies en la pared de enfrente –ya veis lo estrecho que es el pasillo–. Allí sentado se me pasan las horas sin darme cuenta. Y allí me veis, intentando dejar pasar a mi madre o a alguien de mi familia, teniendo cuidado para que no se tropiece con mis piernas cuando pasan camino de alguna habitación, por ejemplo con la ropa recién lavada y planchada, procedente de la cocina, y me dice: «pero hijo, ¿otra vez en el suelo?; anda, haz el favor de sentarte en el salón, que nos vas hacer caer». Y allí estoy cuando mi hermana pequeña se acerca y me grita: «¡quítate de aquí, que esto no es una biblioteca!», y se marcha fingiendo estar enfurruñada; y yo me río porque sé que lo que a ella le gustaría es sentarse donde estoy yo sentado y leer alguno de los libros; y entonces hago como que he terminado de leer y me levanto del suelo y me dirijo al salón y veo de soslayo que mi hermana corre a sentarse donde estaba yo con un libro en sus manos.
De todo eso hace ya muchos años, pero aún hoy, cuando visito a mis ancianos padres, voy al pasillo, me detengo enfrente de los libros –los mismos libros que cuando era joven–, cojo uno de ellos y me siento en el suelo –con cierta dificultad, he de admitirlo– y leo, y es como si hubiera viajado en el tiempo a una época ya pasada pero nunca olvidada; y mi madre me mira con una sonrisa y me dice: «pero hijo, ¿otra vez leyendo en el suelo?», y me levanto y le doy un beso y reímos.
©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
@ObservaParaiso
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