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210. Los que buscan.
Aterrizaron a las afueras de la ciudad; bueno, no aterrizaron exactamente: llegaron y su nave espacial permaneció levitando a diez metros de la superficie terrestre. Era una nave de enorme tamaño, casi 500 metros, de un color oscuro como el espacio sin estrellas y de forma similar al de un glóbulo rojo de nuestra sangre; y permanecía en posición vertical. Se mantuvieron dos días en absoluto silencio, hasta que, una mañana, temprano, apareció una apertura en la parte inferior de la nave. Mis dos compañeros y yo fuimos seleccionados –dado nuestros conocimientos científicos– como embajadores ante nuestros visitantes. Accedimos a la nave mediante un elevador y, ante nuestro asombro, su presión gravitacional interna hizo que, una vez dentro, lo que desde fuera de la nave era vertical, se convirtiera en horizontal adentro.
Nos encontrábamos en una gran sala, carente de cualquier tipo de adorno, si exceptuamos la mesa y las sillas que había justo enfrente de nosotros. Era como si los visitantes conocieran de antemano nuestras costumbres. Permanecimos en expectante silencio aguardando… Exactamente no sé lo que esperábamos que sucediera, así que, armándome de valor pregunté en voz alta:
―¿Quiénes sois?, ¿qué queréis?
Durante un breve espacio de tiempo, el silencio. Después, una voz, desconcertantemente humana, nos respondió:
―Por favor, siéntense.
A partir de aquel momento establecimos un diálogo con los extraterrestres que, sinceramente, nunca pensé poder llegar a tener con seres de otra galaxia. Sin embargo, durante nuestra conversación, no vimos a nuestros interlocutores y tampoco nos atrevimos a pedirles que se mostraran ente nosotros: «ya tendremos oportunidad más adelante», pensé entonces.
En vista de que seguían en silencio –era como si quisieran que nosotros iniciáramos la conversación–, volví a preguntar:
―¿Quiénes sois?
En esta ocasión la voz sí contestó:
―Nos podéis llamar «Los que buscan».
―¿De dónde venís?
―Venimos de más allá. De otra galaxia. Muy lejana.
―¿Qué queréis? –pregunté.
―Buscamos respuestas –contestó la voz.
―¿Respuestas, sobre qué?
―Sobre Dios.
Y su respuesta, por inesperada, nos dejó sin saber qué decir. Tras la sorpresa inicial conseguí preguntarles:
―¿Qué queréis saber sobre Dios?
―Cómo se hace concreto en la realidad de cada civilización del universo. Su poder. Su inteligencia. Sus métodos.
―¿Por qué queréis saberlo?
Pero a esta pregunta no obtuvimos contestación y no insistimos por precaución, no se fueran a enfadar; no teníamos intención de iniciar un conflicto intergaláctico, habida cuenta, sobre todo, de que era evidente que ellos tendrían una ventaja abrumadora en dicha guerra. Así que les pregunté:
―¿Habéis venido a nuestro planeta para preguntarnos por Dios?
―Sí; aquí y a muchos otros lugares en el universo –contestó la voz.
Ante la naturaleza de sus preguntas les pedimos permiso para hacer venir a alguien con conocimientos más profundos que los nuestros sobre Dios; y ellos aceptaron. Una hora después regresamos a la nave acompañados de cuatro expertos –judío, cristiano, musulmán e hindú– de gran prestigio y renombre internacional, y durante los siguientes días, una vez les explicaron la naturaleza de las diversas religiones de nuestro planeta, los extraterrestres realizaron todo tipo de preguntas sobre Dios y sus diversas manifestaciones aquí en la Tierra –curiosamente casi todas ellas centradas con el Dios único judío, cristiano y musulmán–. De hecho, de sus palabras alcanzamos a comprender que también ellos profesaban algún tipo de religión monoteísta, aunque no pudimos sonsacarles ningún dato que nos aclarara la naturaleza exacta de sus creencias.
Nuestra conversación con los alienígenas se alargó una semana. Finalmente parecieron darse por satisfechos con nuestras respuestas y, sin más dilación, nos pidieron que saliéramos de su nave: iban a continuar su periplo espacial. Aunque lo intentamos, no conseguimos convencerles para que permanecieran más tiempo en la Tierra, y así poderles formular las muchas preguntas que aún teníamos para ellos. Pero todo fue inútil. Además no teníamos medios para obligarles a quedarse, así que nos dispusimos a salir de la nave. Sin embargo, justo antes de salir, me volví:
―Una cosa más, por favor. Antes de que os marchéis. Me gustaría saber por qué queréis saber tanto sobre Dios.
El silencio inundó la sala, pero, finalmente, la voz contestó:
―Porque… siempre es conveniente conocer al enemigo antes de la batalla.
Entonces comprendí el carácter infernal de nuestros visitantes y la naturaleza apocalíptica de sus palabras, y un temblor de miedo sacudió mi cuerpo.
©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
@ObservaParaiso
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