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212. Un cuento de hadas.
Te voy a contar una historia que me contó mi padre a quien, a su vez, se lo contó mi abuelo, a quien, a su vez, se lo contó mi bisabuela, a quien, según aseguraba ella, le sucedió una mañana de verano al pasear por el bosque:
En un cálido mediodía, con el sol brillando en lo alto y los pájaros revoloteando entre los árboles, junto a un riachuelo de fría agua cristalina, un grupo de hadas jugaban entre las flores. Iban de acá para allá batiendo sus hermosas alas y recolectando polen que después llevarían a su hogar y con el que harían una sabrosa miel. En eso una niña apareció corriendo tras los arbustos. Las hadas, asustadas, huyeron a esconderse entre los pétalos de las flores pues habían oído contar a sus mayores que los humanos eran peligrosos, sobre todo los más jóvenes. La niña siguió jugando y en eso encontró un pequeño ratoncito atrapado entre unas ramas. Las hadas, que lo observaban todo, temían que la niña hiciera daño al ratoncito, pero, ante su asombro, comprobaron que era buena pues ayudó al pequeño roedor a liberarse y le dejó marchar. Al poco rato, sin embargo, la niña, distraída mientras perseguía una mariposa, se tropezó y se cayó al riachuelo. La niña era muy pequeña y se asustó mucho, pues no sabía nadar, así que empezó a llorar y gritar. Las hadas, que seguían observándolo todo desde las flores, decidieron ayudarla –ya que se había comportado muy bien con el ratoncito–, así que fueron hacia ella y, agarrándola por la ropa, la sacaron volando del agua. Una vez a salvo las hadas se esfumaron, pues no era conveniente que la niña las viera. Sin embargo la pequeña, a pesar del susto, se dio cuenta de que habían sido unos seres diminutos los que la habían salvado y, lo más sorprendente, es que esos seres se parecían mucho a las hadas de los cuentos que su mamá y su papá le contaban antes de ir a dormir. Sin embargo la pequeña sabía –porque así se lo habían explicado sus padres– que las hadas no existían, sino que sólo eran personajes mágicos de los cuentos. Pero ella las había visto realmente, con sus hermosas alas y ese rastro de polvos mágicos que dejaban al volar; no podían ser otra cosa, concluyó. Cuando volvió a casa –pues vivía cerca de allí– la niña contó a sus padres todo lo sucedido. Lógicamente no la creyeron y la intentaron convencer de que lo que debió suceder es que, al caerse al agua, un grupo de abejas –las del viejo panal que había cerca– estuvieron revoloteando alrededor suyo y que había sido ella misma la que había conseguido salir del agua por sus propios medios –por lo cual la felicitaron con muchos besos–. La niña, no obstante, sabía que había visto hadas y no abejas, pero no llevó la contraria a sus padres.
Mi bisabuela recordó durante toda su vida lo sucedido y, aunque nunca volvió a ver hadas, le gustaba contar su historia a sus hijos, a pesar de narrarlo como si se tratara sólo de un cuento. Y sus hijos se lo contaron a sus nietos, y éstos a sus bisnietos; y ésta es la historia que mi padre me contaba a mí cuando era pequeño y que ahora te he contado a ti. Supongo que me preguntarás ahora si creo que existen las hadas… Pues, aunque te parezca extraño, no lo sé: por un lado no creo en hadas, pero, por otro… mi bisabuela nunca decía mentiras, según me dice siempre mi padre, así que… no sé; pero en todo caso sería fantástico que existieran, ¡a que sí!
©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
@ObservaParaiso
#CuentosSinImportancia
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