Csi 1199: Quiero verte, ¿sabes?, quiero verte

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[1199]

1199. Quiero verte, ¿sabes?, quiero verte

Quiero verte, ¿sabes?, quiero verte, por eso te hablo y derrito tu ausencia en esta noche extraña; y es que estoy netamente herido al quererte. En ocasiones escribo –¡y con una espada láser en ristre!– cosas del corazón sangrante; seguro que algún día incluso conseguiré afilar mi fuego con un sacapuntas cuántico; o puede que me olvide, no sé, como olvidé cómo florecer. Quiero convocar a la primavera hasta que la rosa se abra azul en la noche blanca. Olvídate, amor, del satélite que me dejó ir y me convirtió en una estrella, pues el agua del chōzuya es fulminada por la fría piedra azul celeste. Sí, así es. ¿Pido imposibles?, puede, pero sólo quiero dormir ligero a tu lado brillando intensamente. Eternamente. Estoy confundido frente al espejo esta mañana porque no hay afuera como atributo. Despierto. Disperso el ramo en la superficie del lago lo más lejos posible de las ondas. ¡Allá va refulgente, cual astro!, pues el cielo y el mar azul también son un solo fuego en forma de estrella; y la luz y la oscuridad, en un pequeño corazón inerte, es un sueño cambiante. ¡Wow, me hiciste dividir por cero!, ¿no es cierto?, lo percibo, pues la sensación de pasar –después de la medianoche– del cielo al cielo es como sostener en carne viva un fuego enterrado. Eres una hermosa voz cantante que baila detrás de la escena pública.
He encontrado trazos rotos que antaño escribí en pinceladas deshilvanadas. Mirad –leed– el cielo de verano, sus grandes flores que invitan a las lágrimas en un azul nublado como la superficie del agua. Llueve. Pero no puedo moverme de aquí. Nadie necesita un día como éste –al Este– y la lluvia simplemente me moja. Nadie se dará cuenta… Oh, perdona, sólo tú lo notarás. Para mí que es tan inútil… «Mamá, el tendedero parece estar solo», dice el niño. «No comas arroz tan temprano», le dice su madre. El perfil del viento acariciando la hortensia descolorida. El olor residual del verano. «Moriré antes de los sesenta», me dice el viento en lenguaje olvidado. Escucho su traducción y me sorprende. Según el veredicto se decidió que la cantidad de latidos que golpearon en mi vida será de dos mil millones de veces, y que la esperanza de vida calculada tomando el pulso de anoche será de cincuenta y ocho coma cinco cuatro uno uno cinco cuatro cuatro. «Voy a vivir mucho, así que moriré primero» «¿Estás seguro?» «Sí», añade el eco. «¿Estás hablando de la propuesta de ayer?» «Ja, ja, ja». Justo aquí el obturador parpadea y el reloj se detiene, aunque no estoy en la imagen. En el fondo del agua limpia, profunda y profunda… «Levántate», me susurra amablemente el mar y siento como si estuviera mirando hacia arriba, fuera de la superficie del agua. Sólo estoy mirando hacia arriba. Años, décadas. No hagas mil pequeños movimientos, haz uno para siempre. Muy tranquilo, todo está lejos. Algo como eso… La punta de la manzana enrollada… Tú. Colmillos de troyanos, pasadizos estrechos, veneno. Garras y orejas de conejo reforzadas. El hierro de la moto que guardé. La noche. Huellas de neumáticos y huesos que se compartieron. Los bordes y los arañazos de las gafas. Elefantes. La frente tranquila adornada con una dalia. «¡Aaaooo!», canta el alba. El brillo y la oscuridad de una serie de telas como banda sonora de una vida.
Quiero cambiar, pero lo odio, y no puedo atar mi pasado pues es fiera rugiente. Indomado. Me abrazas en una noche cálida como la piel primaveral del sakura que ya ha florecido. Alguien dijo que el ácido carbónico es un detonador sentimental. Evocador. Y es que soy débil; así que, si sales en mi sueño y me aprietas, lloraré. Por eso «dichosos» –dijo la escritora*– «los que pueden amar y odiar sin disimulos, sin vacilaciones, sin matices».

[* Irene Némirovsky (Suite Francesa)]

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Csi 1198: Conflicto diplomático

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[1198]

1198. Conflicto diplomático

―¡Abuelo, cuéntanos cómo son los aliens!
Sus dos nietas gemelas, Riäl y Äthi, se arremolinaron a su lado riendo y gritando de expectación. El abuelo Otonë las miró complacido.
―¡No os colguéis de mí que me vais a tirar! –les dijo mientras se desembarazaba de ellas–; además, quien les ha visto en persona ha sido vuestro padre, yo sólo he visto holografías. Pero sí os diré que… ¡son tan distintos a nosotros!, ¡tan extraños!, ¡tan…! Cuando llegaron les hicimos pasar la cuarentena en una de las deshabitadas islas del archipiélago Quä’b… Sus dos ojos… ¡Ënm, cuéntaselo tú!…
―¿Es verdad, papá?, ¿cómo son?
―El abuelo dice bien: tienen sólo dos ojos, dos brazos y dos piernas, pero ningún tentáculo, y se comportan raro, es cierto, pero no parecen peligrosos. Algunos tienen pelo en la cara, bajo la nariz –bigote, lo llaman–, y con el tiempo les crece pelo por toda la cara, y, aunque se lo corten, les vuelve a crecer, ¡increíble! Tienen la piel carnosa, ¡y no es verde! Llegaron en dos enormes y extrañas naves. Dicen que huyeron de su planeta porque estaban en guerra, o algo así; y son unos cinco mil, aunque se reproducen rápidos. Ah, llaman a su planeta Tierra y ellos se autodenominan humanos. En las naves traían vacas, ovejas… cabras… gallinas, gallos, alguna liebre… así les llaman; según ellos es para tener comida fresca a bordo –¿os lo imagináis?, ¡comida fresca!–; y plantas –también tienen nombres raros: rosa, tulipán, seta, champiñón, aguinaldo, y… dejadme que busque… drosera capensis, creo que lo llaman… y lechuga, coliflor… y otras por el estilo–. Escriben –por llamarlo de algún modo– sobre un material fino y flexible –papel, lo llaman– con unos objetos puntiagudos –bolígrafos– que manchan; y en otros lugares que no manchan –placa madre, matriz neuronal, ordenador–, pero aún no sabemos qué son. Además de agua, como nosotros, beben alcohol procesado, cerveza y vino, dicen; aún estamos analizándolos. Hablan un idioma muy raro, lleno de trabalenguas, y nos costó casi un año idear un incipiente traductor para poder medio entenderles. Para darse a la fuga de su planeta usaron un resbalín ígneo, nos han asegurado –no, no me preguntéis, hijas, aún estamos intentando comprenderlo nosotros también–. Parecen encantados de mostrarnos sus cosas, incluso nos han enseñado cómo hacer una pizza suya –para comer, ¿sabéis?–, pero nuestro cocinero no lo ve claro, por ser benévolos con los aliens. Y tocan instrumentos –en eso, al menos, coinciden con nosotros–, pero son instrumentos muy raros: la guitarra, por ejemplo; y a quien la toca le llaman guitarrista… ¡están locos, sin duda! Precisamente este fin de semana, coincidiendo con el cuarto aniversario de su llegada, hay previsto un encuentro diplomático con ellos en donde…
En eso sonó el teléfono de la línea fija de la casa. Ënm atendió la llamada. Riäl y Äthi regresaron con su abuelo que les empezó a contar cosas sobrecogedoras de los humanos. A Ënm se le veía preocupado, escuchaba pero no decía una palabra. Al otro extremo de la línea le hablaba su jefe, E’quënal, el recientemente elegido embajador de todo el planeta Einäi ante los aliens.
―…sí, te lo digo muy en serio, Ënm, me temo que va a ser imposible todo entendimiento con esos bichos. Los humanos tiene la obscena costumbre de cerrar los acuerdos con un apretón de manos, ¡eso no es decente!; y se niegan a firmar ningún acuerdo con nosotros mediante nuestro rito de conformidad, el sacrosanto e irrenunciable Daäldreëb; dicen que ellos nunca meterán su lengua en nuestro chrïl. ¡Eso es inaceptable!
Cuando Ënm colgó el teléfono anduvo taciturno por la casa. Su esposa, Queëz, se le acercó temiéndose lo peor.
―¿Qué ha pasado, Ënm? –le pregunto el abuelo.
―Problemas, Otonë. Se ha cancelado el concilio con los humanos hasta nuevo aviso.
Queëz gruñó. Ënm sabía sin necesidad de hablar lo que ella estaba pensando: «¡Si ya te lo dije!…; ¿lo ves?, primero que sí, luego que no, ¿te lo dije o no?; ¿qué se podía esperar de unos bichos como esos humanos?; ¿y quién se empeñó en entablar lazos diplomáticos con ellos?… ¿Y ahora qué hacemos?, ¡ya no podemos volver a reservar billete para ir al asteroide Bänl!… ¡y era nuestro aniversario de boda!…». Ënm le contestó con un gesto: «¡Pero, Queëz!, ¿qué culpa tengo yo?, ¡la reunión era una orden de arriba!». Sí, se leían el pensamiento; la telepatía tiene estas cosas.
―Lo siento, Riäl, Äthi, pero ya no hay reunión con los aliens –les dijo su padre.
Las gemelas se cogieron un berrinche.
―¡Pero, papá, yo quería ver a los aliens; jo, me lo prometiste! –le gritó Riäl.
―¡No, me lo prometió a mí! –gritó Äthi.
―¡Bueno, bueno, no os peleéis!… ¡Äthi, no le tires de los tentáculos a tu hermana!… ¡Riäl!… Además no tenéis motivo para quejaros, hijas, ayer mismo os llevamos al zoo.
―¡Pero no hay ningún humano en el zoo, papá!
―Tampoco os perdéis nada, hijas, son las criaturas más horrendas de la galaxia.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Haiku 1795 – 1799

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Haiku 1795 – 1799

–1795–

Un caracol
cuando llega la lluvia
alza los ojos.

Un caracol cuando llega la lluvia alza los ojos.

–1796–

El viento arrastra
las nubes en otoño;
caen las hojas.

El viento arrastra las nubes en otoño; caen las hojas.

–1797–

La fronda verde
se vuelve anaranjada
aunque no cae.

La fronda verde se vuelve anaranjada aunque no cae.

–1798–

El perro ladra
al ver caer las hojas;
el viento sopla.

El perro ladra al ver caer las hojas; el viento sopla.

–1799–

El viento deja
sin hojas a los árboles;
¡mira, una allí!

El viento deja sin hojas a los árboles; ¡mira, una allí!

Luis J. Goróstegui
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Csi 1197: De guerra y paz

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[1197]

1197. De guerra y paz

Yo nací predestinado a ser carne de presidio, lo admito, y, sin embargo, acabé siendo galardonado; ¿tuve suerte?, no lo sé, no creo en la suerte, prefiero pensar, en todo caso, en que la Divina Providencia tenía previsto que mi vida discurriera por otros… derroteros.

«A todas las unidades, a todas las unidades: cierren todos los accesos; sospechoso huyendo por vía 35 perdiéndose entre la población; va armado. Orden de captura… vivo o muerto. Preciso recuperar matriz robado. A todas las unidades…»
―¿Dónde estabas?… ¿Lo has conseguido?
―Sí, aquí está; unos agentes me han entretenido más de la cuenta –le dije, aún resoplando por la carrera, mostrándole la matriz cartográfica.
―¡Jo, tío, eres la hostia!

Hacía ya cinco años que el Sumo Gobernante Ray’dan había alcanzado el poder en el planeta Om’mos –mi hogar– dando un golpe de estado, y el consiguiente alzamiento popular que provocó su tiránico gobierno no tenía visos de alcanzar el noble objetivo de restablecer la democracia perdida. «Necesitan una ayuda», pensé. Por eso acabé apuntándome a la resistencia –sin duda la Divina Providencia, que intervenía en mi vida–. No es que sea un valiente, es que odio la tiranía. Me llamo Nowa y soy lo que se podría llamar un freelance del contrabando espacial, un mercenario, un mercader… bueno, lo era hasta que me metí en asuntos más… «trascendentes para la estabilidad de la galaxia», como diría quien yo me sé. Lo cierto es que el tal Ray’dan es un tipejo de lo peorcito: déspota, arrogante, egoísta, soberbio, corrupto, un mala pieza… y así podría seguir hasta el infinito. Debe tener algún trauma que arrastra desde su infancia porque, si no, no se explica; y, naturalmente, tiene su propio ejército –impresionante, la verdad–, por eso está donde está, porque físicamente no tiene ni medio sopapo. Bueno, a lo que iba. Había llegado la hora de poner en marcha la ofensiva definitiva. No se podía esperar más tiempo. Teníamos que conocer la ubicación de sus instalaciones estratégicas, por dónde acceder a ellas y qué dispositivos neutralizar y cómo, y, para eso, era imprescindible entrar en su cuartel general y hacernos con la información de su matriz cartográfica.

La misión no fue un simple veni, vidi, vici*, desde luego, y costó lo suyo –incluyendo vidas de valientes compañeros de armas–, y, a pesar de los inesperados obstáculos que tuvimos que solventar, sin duda la mayor sorpresa estuvo en que fuera yo quien lograra hacerse con el preciado objeto –de nuevo, la Divina Providencia–. Yo sólo era un peón más en esa compleja maquinaria bélica, pero las cosas vienen como vienen sin saber el porqué o el porqué no y, tras escabullirme de unos soldados enemigos que nos disparaban a matar, acabé dándome de bruces con la matriz cartográfica. Tuve que desencriptar la clave de acceso, claro está, pero, dada mi experiencia en tales asuntos, lo conseguí en pocos minutos –de algo me tenía que servir mi habilidad como contrabandista–. El caso es que, a los pocos días, fui uno de los galardonados por el éxito de la misión. Sin duda fue un gran paso en nuestra estrategia de cara a derribar al despótico Ray’dan y a mí me hizo ganar puntos en mi reciente relación con la teniente A’era –recordáis a ‘quien yo me sé’, ¿verdad?–. Y en esas estamos: la guerra avanza bien, me han ascendido a Jefe de Comando y el Sumo Gobernante Ray’dan empieza a notar la presión. Si todo sigue igual pronto gritaremos ¡victoria! Así están las cosas. Pero… ¿mi vida discurre por derroteros insospechados –la Divina Providencia lo sabe, quizá– y yo sólo puedo dejarme guiar?; no lo sé, aunque, como me ha dicho A’era en alguna ocasión, «ya lo dijo un hombre sabio: “se nace siempre bajo el signo equivocado y vivir con dignidad significa corregir día a día el propio horóscopo”».

[* Veni, vidi, vici: Vine, vi, vencí]

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Csi 1196: De procedencia desconocida

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[1196]

1196. De procedencia desconocida

―¡Marta… Alfredo, Ana, Juan!… ¿dónde estáis?… ¡Ainhoa, Ester, Pedro!… ¡vamos… si es una broma no le veo la gracia, y lo digo en serio!… ¿dónde estáis?…

«…Sintonizan Radio Resistencia. Son las 11:45 horas. Boletín de urgencia: Atención. La Tierra ha sido invadida por extraterrestres. Repetimos: la Tierra ha sido invadida por extraterrestres. Ayer noche, alrededor de las 23:30, hora española, diversos observatorios astronómicos a lo largo y ancho del planeta detectaron la entrada en la atmósfera terrestre de una batería de naves espaciales de procedencia desconocida. Las naves de guerra alienígenas –suponemos que se trata de la primera ola de una más que previsible futura invasión a escala global– se dispersaron por todo el planeta y atacaron sin previo aviso las grandes ciudades provocando a su paso el caos y la destrucción. Bajo el mando de la ONU, una fuerza multinacional aeroterrestre se está desplegando en orden de ataque con el fin de contrarrestar la ofensiva enemiga. Se conmina a la población civil a que busquen refugio seguro en sus casas o en los distintos bunkers habilitados. Permanezcan fuera del alcance de esos seres y, sobre todo, no les miren a los ojos; repetimos: no miren a los ojos a los alienígenas, pues, al igual que en la mitología griega Medusa convertía en piedra a aquellos que la miraban fijamente a los ojos, los alienígenas, según informes del Alto Mando, consiguen abducir la psique a sus víctimas convirtiendo a quien les miran en uno de los suyos. Al parecer las personas abducidos mantienen su apariencia humana pero adquieren una extraña forma de andar, cojeando de la pierna izquierda, y, aun a falta de un informe oficial que lo ratifique, al hablar, arrastran las erres y las eses. Seguiremos informando. Resistiremos.»

―Son las 12:07. Sábado. Me llamo Alejandro. Soy ciego y estoy solo. Acabo de escuchar el boletín de urgencia de la emisora Radio Resistencia y no salgo de mi asombro. Estoy registrando esto en mi móvil para que quede constancia por si me pasara algo y muriera. Miro al cielo… ¡y pensar que entre las estrellas amigas, por así decir, también las hay… asesinas!… Pero me estoy yendo por las ramas… Vinimos –mi esposa Marta y yo; mis hermanas Ana y Ester con sus esposos Juan y Pedro; y un matrimonio amigo: Ainhoa y su esposo Alfredo– a pasar el fin de semana a la cabaña que tienen Ester y Pedro a las afueras de la ciudad, en medio de ningún sitio en las montañas. Llegamos ayer tarde… Estoy tan nervioso que me cuesta hasta pensar… Llegamos ayer tarde y, tras la cena –yo sólo cené unos tomates con queso–, salimos al jardín a celebrar… no sé… simplemente a pasar un buen rato, charlar y ver las estrellas. Un par de rayos cayeron lejos. Yo estaba cansado de toda la semana en la oficina, aguantando carros y carretas, así que me fui temprano a dormir. Los demás se quedaron en el jardín. Mientras me dormía les pude escuchar hablar y reírse. Me puse unos tapones en los oídos para silenciar el runrún de fondo. Al despertar esta mañana no he encontrado a nadie. He recorrido toda la cabaña y todas sus cosas parecen estar en su lugar, incluso los vehículos están en el garaje –unos modelos de lo más tradicional aunque muy fiables, tengo que decir–. He estado un buen rato gritando sus nombres pero nada. Con eso de que soy ciego a veces me gastan bromas y se esconden, y al principio no me preocupé –sobre todo mi hermana Ana… ya estoy acostumbrado a su… camuflaje camaleónico–; luego les llamé al móvil, pero no contestaron. Algo les ha pasado y tengo miedo. La bandada de aliens debe haber destruido las comunicaciones pues he hecho una videollamada a la policía pero no va ni siquiera la línea para emergencias. He puesto la radio y ha sido cuando me he enterado de la invasión. ¡Dios, ampáranos! Resulta increíble… y además eso de que controlan las mentes con la mirada… El hecho de que sea ciego me protege, creo… pero ahora que lo pienso puede que sea peor: si descubren que soy ciego y que no pueden abducirme con la mirada… me matarán… Pero… Oigo ruidos… Qué raro, parecen una psicofonía. Alguien se acerca… Sí, parece… ¡Uf, menos mal, son ellos!… No debía haberme preocupado tanto… ¡Hola, hola, estoy en la cocina!… ¿dónde demonios estabais?, os he estado llamando… ¡menudo susto me habéis dado!… NO DEBÍAS HABERTE ASUSTADO, ALEJANDRO, NOS HABÍAMOS ACERCADO AL PUEBLO MÁS CERCANO A COMPRAR ALGO PARA EL DESAYUNO… ¿Por qué no me habéis contestado al móvil?… YA SABES LO QUE SON ESAS COSAS, POR AQUÍ LA COBERTURA VA COMO QUIERE… ¿Habéis oído las noticias?, ¡nos han invadido los aliens!… ¿LOS ALIENS?, BROMEAS… ¡No, es cierto, lo han dicho por la radio!… Dicen que abducen a las personas y que los abducidos cojean de la pierna izquierda y arrastran las erres y las eses al hablar… ¡NO DIGAS TONTERÍAS!… ¡Que sí!… BUENO, DÉJALO YA, AL MENOS A NOSOTROS NO NOS HAN ABDUCIDO… DESPUÉS DE TODO ESO NO DEBE SER CIERTO… HABLAMOS BIEN, ¿VES?… BROMAS APARTE, ¿EH?… SIN ARRASTRAR LAS ERRES NI LAS ESES, JA, JA, JA… ANDA, VAMOS A PREPARAR LA COMIDA, HEMOS TRAÍDO UNOS QUESOS, UNOS CHORIZOS Y UNAS CHULETAS PARA HACER A LA BRASA. ¿Estáis acatarrados?, os oigo hablar como con un tonillo raro… ¡BAH, IMAGINACIONES TUYAS, HERMANITO!

Y Alejandro, desechando locas ideas de alienígenas y abducciones, les acompaña confiado… sin percatarse, claro está, pues es ciego, de que sus acompañantes –los siete– cojean de la pierna izquierda.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Haiku 1790 – 1794

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Haiku 1790 – 1794

–1790–

La nieve blanca;
las huellas escondidas
bajo la nieve.

La nieve blanca; las huellas escondidas bajo la nieve.

–1791–

Por donde cae
la nieve abren camino
huellas recientes.

Por donde cae la nieve abren camino huellas recientes.

–1792–

Entre las ramas
se acicalan los pájaros;
lluvia en otoño.

Entre las ramas se acicalan los pájaros; lluvia en otoño.

–1793–

La niebla cubre
los bajos de los árboles;
noviembre frío.

La niebla cubre los bajos de los árboles; noviembre frío.

–1794–

El cierzo nunca
llega tarde en otoño
y trae lluvias.

El cierzo nunca llega tarde en otoño y trae lluvias.

Luis J. Goróstegui
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Csi 1195: El presidente

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[1195]

1195. El presidente

Cuando gané las elecciones a la Presidencia del Gobierno muchos de mis antiguos compañeros del colegio se preguntaban –lo sé, les podía leer el pensamiento– cómo alguien retraído y mal estudiante, como había sido yo, pude haber llegado a tanto en tan poco tiempo. Yo sí lo sabía, claro, y, mientras esperaba a salir al balcón para recibir el aplauso de mis votantes y admiradores, aquellos últimos años se me pasaron por la mente en fugaz flashback.
En lo profundo del espacio explotó una estrella y su onda expansiva fue destruyendo lo que encontraba a su paso: planetas, otras estrellas e infinidad de objetos estelares de menor tamaño; entre ellos un pequeño planetoide habitado por una especie inteligente neuronanométrica –los Slaag, se hacían llamar– de naturaleza mente-colmena-parasitaria. Los restos de aquel planetoide alcanzaron la Tierra como nube de meteoritos y, los que consiguieron atravesar la atmósfera, se estrellaron en un bosque, a las afueras de una pequeña ciudad costera, una mañana soleada de mayo. Allí había nacido yo. Por aquel entonces tenía apenas veinte años y malestudiaba unos cursillos de gestión administrativa. Lo cierto es que, tras abandonar prematuramente los estudios –nunca se me habían dado bien–, estaba sin oficio ni beneficio; y había sido idea de mis padres lo de apuntarme a aquellos cursillos.
A la mañana siguiente de aquella mañana soleada de mayo hice pellas y me fui al bosque con unos amigos a buscar los meteoritos; «¡seguro que valen una pasta!», suponíamos. Allí me picó algo al apoyar la mano en unos matorrales. Pensé que serian unos cardos o algunas avispas o algo así, pero al fijarme en aquello no supe identificarlo: era como… no sé, como una masa informe de partículas tornasoladas y viscosas del tamaño de una rata. La aplasté con el pie y me olvidé de ella. Estuve tres días con fiebre y sudores. Luego se me pasó, pero ya no era el mismo. Ni muchísimo menos. Todo lo retraído que había sido antes se transformó en audacia y decisión; todo lo estúpido, en inteligente; todo lo incapaz, en experimentado; todo lo honrado… Era otro, sin duda, sobre todo por aquella voz interior que me decía lo que tenía que hacer e incluso me impulsaba a hacerlo.
―¿Eres mi conciencia? –le pregunté.
―No, soy Slaag –me contestó.
Y supe quienes eran: «Procedemos de lo profundo del espacio-tiempo. Somos muchos pero somos uno. Pensamos como uno pero actuamos como muchos. Ahora somos tú pues necesitamos un huésped para sobrevivir», me transmitió mentalmente. Y lo que me ofreció no pude… o no quise rechazarlo. Y desde entonces soy él y él soy yo y yo soy ellos y ellos soy yo, no sé, es difícil explicarlo. El caso es que mi vida cambió tanto y en tan poco tiempo que apenas siete años después había ganado las elecciones a la Presidencia del Gobierno. El candidato más joven desde la instauración de la democracia.
Y esa es mi historia y ya llevo unos meses como presidente, ¡cómo pasa el tiempo! Es cierto que dicen –los políticos de la oposición, algunos medios, pero también algunos líderes de mi propio partido– que a veces actúo de forma deshonesta, incluso que soy amoral y corrupto y que sólo busco el poder, y es cierto, pero en mi descargo diré también que no todo es culpa mía, que también está Slaag. Así que aquí estoy, andando por ahí, gobernando un país y con influencia sobre medio mundo, con otra persona dentro de mí.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Csi 1194: Un nuevo mundo

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[1194]

1194. Un nuevo mundo

Una noche oscura y fría de invierno inunda la ciudad. Las fábricas –estén automatizadas o no– mantienen ininterrumpidamente su frenética actividad productiva de baja calidad. Los comercios 24horas colman las calles con la sagrada misión de satisfacer el irrefrenable deseo consumista de la población –deseo implantado, promovido y alentado en la nueva sociedad (a base de drogas, cursos de reeducación y sanciones) por orden de las autoridades con la sacrosanta finalidad de construir la nueva humanidad–. Todas aquellas personas no asignadas a algún turno laboral de noche cumplen con las cinco horas de sueño REM decretadas para su bien. Quien no obedece es castigado. Quien obedece es recompensado con doble ración de alimentos y drogas.
Alguien llama. Los tremendos golpes en la puerta despiertan a Alicia de un sobresalto. Mira el despertador. Son las tres de la madrugada. No, no ha sonado su alarma. «Aún no es mi turno de trabajo, ¿quién será?», se dice medio aturdida a causa de la dosis de hipnóticos que se tomó para que le ayudaran a biendormir. Un temblor le sacude el cuerpo. ¿Será que le ha pasado algo a su hija Ainhoa? Se había ido a una fiesta con una amiga y pasaría la noche en su casa. Con el miedo en el cuerpo salta de la cama y corre a la puerta. La abre pero no hay nadie; sólo una caja de cartón a sus pies. En el silencio nocturno escucha un leve gimoteo que hace temblequear aquella caja gris. Al abrirla ve un bebé dentro, desnudo y envuelto en un trapo; por su aspecto apenas tiene unas horas de vida. Hay también una nota. Coge la caja pero aún con los nervios a flor de piel sólo se fija en unas pocas palabras escritas en la nota que dicen: «…el padre es tu marido…».
Alicia mira a un lado y a otro pero no ve a nadie; la calle está solitaria. Ya algo más tranquila entra en casa y cierra la puerta. «¿Y tú quién eres, pequeñín?», le dice al bebé haciéndole arrumacos. Y entonces se percata. «No… no puede ser», se dice entre sorprendida y espantada. «A no ser que…», piensa, y, mientras le prepara al niño un poco de leche tibia, se pone a leer con detenimiento la nota.
Alicia y Eduardo, su marido, viven en un pequeño chalé en un barrio periférico de la ciudad. Es una casa algo vieja de paredes color turrón blando de almendra y está colindante a una ruidosa fábrica de barriles y envases. Ella es historietista para un periódico local y gana un porcentaje de la tirada mensual; él es comercial de implantes genéticos y casi siempre está viajando. No es que ganen mucho, pero les da para vivir y aún les sobra para tener unos ahorros, por eso habían pensado en invertir algo en aquello. Al fin y al cabo a ambos se les da bien cuidar niños –casi se podía decir que tenían un don–, y eso no es algo que abunde últimamente, ellos lo saben; no es tan difícil hilvanar dos más dos. De eso hace ya casi nueve meses. Por eso fueron a El Buen Doctor Aragonés, una clínica especializada. Tuvieron que pedir un permiso al ministerio, y rellenar un mar de impresos, es verdad, pero aún estaban dentro de la cuota. Se pasaron tres días enteros dándole al teclado del ordenador rellenando informes. Luego escribieron una alegre partitura –a Eduardo se le daba bien componer música– para celebrarlo cuando llegara el día.
Tras beberse la leche el niño se ha quedado dormido, pero Alicia ya no tiene sueño y sigue nerviosa. Necesita contárselo a alguien y llama a una amiga que sabe que tiene turno de noche.
―Sí, Hanna, lo que te cuento… ¡un niño!… No, Eduardo aún no lo sabe… no, no puedo hablar con él, aún tardará una hora en llegar; según el plan de vuelo ahora debe estar en la cara oculta de Saturno, sí… Saturno, por eso no van las comunicaciones. ¡Menuda sorpresa se va a llevar!… No, es que lo esperábamos para dentro de una semana… Sí, sí, se ha adelantado. Sí, muy felices. Incluso Ainhoa está impaciente. Va a ser toda una sorpresa, sí… También lo ha sido para mí, no creas… Sí, claro que pedimos permiso, no somos ningunos subversivos, ja, ja, ja… pero no hubo ningún problema, ya sabes que la cuota por pareja está en dos hijos… Sí, debía ser horroroso, no me lo puedo ni imaginar, querida… Los antiguos eran muy raritos, sí, ¡mira que copular para tener hijos!… Naturalmente, ahora con las técnicas exouterinas modernas todo es más sencillo y aséptico… Claro, querida, claro. Escucha, escucha, es la nota que venía con el bebé; dice así: «Según normativa 103.55, apartado 7bis, del reglamento de reproducción exouterina G934/3021, te hacemos entrega del ser humano X947 solicitado. Por la presente te confirmamos legalmente que la madre eres tú y que el padre es tu marido. Atentamente, el Ministerio de Salud Pública.»… ¡No te parece maravilloso!… Espera, están llamando a la puerta, debe ser Eduardo… Te dejo… Sí, luego hablamos…
Son tiempos de irremediable y estricta asepsia, de confortable reproducción artificial asexuada exouterina y de férrea reeducación social. Estamos en pleno siglo XXIX y los Nuevos Planes Reeducativos ideados por Los Superiores están inmersos en una ciclópea tarea: reestructurar la humanidad para construir un nuevo mundo más feliz.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Haiku 1785 – 1789

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Haiku 1785 – 1789

–1785–

Tres flores blancas;
una, una mariposa
con alas blancas.

Tres flores blancas; una, una mariposa con alas blancas.

–1786–

Duerme el anciano
bajo el cerezo en flor;
aroma dulce.

Duerme el anciano bajo el cerezo en flor; aroma dulce.

–1787–

Llega el otoño;
se vuelven amarillas
las hojas verdes.

Llega el otoño; se vuelven amarillas las hojas verdes.

–1788–

Senda otoñal;
por entre árboles viejos
camina el viejo.

Senda otoñal; por entre árboles viejos camina el viejo.

–1789–

Mar otoñal;
entre las olas altas
van las gaviotas.

Mar otoñal; entre las olas altas van las gaviotas.

Luis J. Goróstegui
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Csi 1193: Un berrinche

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[1193]

1193. Un berrinche

Hilvanar palabra tras palabra ad infinitum quizá sea una exageración, lo admito, pero mientras escuchaba su interminable perorata me parecía estar dando vuelvas y vuelvas en una de esas norias de antaño sin poder salir de ella. Y no es que le recrimine nada a la pobre señora, Dios me libre de tamaña injusticia, a ella se la veía sinceramente preocupada, no, la culpa la tenía la jaqueca que aún conservaba yo de aquella mañana, consecuencia del caso anterior y que no terminó… bien, digamos, pero me estoy yendo por las ramas. Me centraré.
La señora llegó al atardecer y nada más verme comenzó a hablar sin parar ni dejarme a mí intervenir. No tuve más remedio que cortarla, claro. Debía tener unos treinta y tantos y vestía una de esas insoportables mezcolanzas –al menos para mí– que tan de moda estaban últimamente: en esta ocasión un vestido posmoderno de licra inteligente de color indefinido, botas militares con plataforma a juego con una capa de piel sintética de oso polar, y ambientadas, se suponía, en la guerra de Crimea del siglo XIX. Todo muy chic, también se suponía. Dicen que vivimos en la mejor época de la historia, pero os aseguro que este siglo XXXI difiere, y mucho, de cómo lo imaginaron los antiguos del XXI. Bien, continuaré: la señora vino a mi despacho porque su hija –Natalia, de quince años– había desaparecido.
―Mi marido, Adrián, y yo hemos ido esta mañana a dar el parte a la policía y ahora él está en casa, por si volviera; por eso no ha podido venir conmigo.
―¿Y por qué no esperan a que lo resuelva la policía?
―Cuatro ojos ven más que dos.
―Bien. Cuénteme, ¿cuándo desapareció?
―Ayer fue su cumpleaños. Discutimos. Bueno, ella cogió una rabieta por una tontería y se acostó refunfuñando. Esta mañana, al ir a despertarla, no estaba. Tiene mucho genio; ha salido a mí, me temo.
―¿Es la primera vez?
―¿Que se va de casa? Sí, pero no la primera vez que discutimos.
―¿A qué se dedican usted y su marido, señora…?
Madame d’Aguesseau de Fresnes. Puede llamarme Isabel. Soy cirujana plástica. Mi marido es comercial de implantes neuronales. Ambos viajamos mucho. Tenemos institutriz.
―Entiendo. ¿Y por qué discutieron ayer?
―No la dejé repetir de dulces.
No pude evitar una sonrisa. Conocía bien los casos como aquel: unos padres snob, que están más tiempo fuera que en casa, y que malcrían a sus hijos en lugar de jugar con ellos y educarles. Luego los niños se encierran en su mundo, en la web o en sus amigotes y así salen: respondones… o algo peor. Al parecer Natalia iba por ese camino.
―Bien, me encargaré; y no se preocupe, su hija es aún demasiado joven como para hacer algo irreversible.
Esa misma tarde acompañé a madame d’Aguesseau a su casa, pero antes pasé por la mía para recoger a Milú, mi fox terrier.
―¿Es natural? –me preguntó Isabel, sorprendida al verlo.
Con los nuevos modelos biorrobóticos ya casi nadie tenía una mascota natural.
―Sí. Como el de Tintin. Para casos como este es mi mejor ayudante.
―¿Tintin?
―Un personaje de comic de antes.
―¡Pero se hace pis en cualquier sitio! –me recriminó ofendida.
―No, si se le enseña bien–le respondí con tono seco.
Madame d’Aguesseau captó la indirecta y no me respondió.
Llegamos a su casa y fuimos a la habitación de Natalia.
―¡Vamos, Milú, husmea! –le dije mostrándole algunas ropas– ¡Vamos, también en la cama!
―¿Qué hace? –preguntó monsieur Adrián.
―Su trabajo. Es el mejor rastreando, créanme. Ningún biorrobot se le equipara –no es que fuese del todo cierta esa aseveración, pero es que siempre he sido más partidario de lo natural que de lo sintético o artificial–.
Un par de horas después encontramos a Natalia, al otro extremo de la ciudad, acurrucada en un rincón del callejón trasero de una pastelería de esas que abren las 24 horas. Aún tenía los ojos llorosos. Se estaba comiendo una tableta de turrón.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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closeup of a tray with different turron, polvorones and mantecados, typical christmas confections in Spain ID:78315986

Csi 1192: Lecciones que da la vida

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[1192]

1192. Lecciones que da la vida

En el Paris de la France, allá por finales de 1800 –en 1892, en concreto–, existe, en la rue de l’Université esquina con el boulevar Saint-Germain, un comercio de esos donde se vende un poco de todo, ya me entienden: desde una escalera de doble rampa, martillos y clavos de diversos calibres, hasta telas, hilos y botones de múltiples colores, o golosinas y juguetes. En el momento en que se desarrolla nuestro événement tragique la tienda está vacía a excepción del dueño, claro está, y de monsieur Pierre d’Arpajon, un vecino del barrio que suele frecuentar este y otros locales aunque no con muy honradas intenciones, pues es un habitual del pequeño siseo en los comercios de la ciudad. Son las 11:55 horas y el local está a punto de cerrar, pues a las 12 es la hora del almuerzo. Es en eso que entra un corpulento caballero portando un maletín médico. El dueño y el recién llegado discuten y, como las dos veces anteriores en lo que va de mes, el comerciante vuelve a negarse a pagar la extorsión –el recién llegado es el recaudador de la mafia local que viene a exigir la cuota mensual–. Sorprendentemente esta vez el sicario no parece contrariado y, con un leve movimiento de cabeza, se despide y se marcha. Sólo monsieur Pierre, que ha estado observándolo todo desde un rincón, se ha percatado de que aquel caballero malencarado se ha dejado junto al puesto de los paraguas el maletín que traía. «Esta es mi ocasión», piensa, y, sin decir nada, lo coge disimuladamente y sale de la tienda. Sin embargo, con las prisas, no escucha el tic-tac y, al dar la vuelta a la esquina, la bomba que oculta el maletín explota y monsieur Pierre muere despedazado.
Y ahora… piénsenlo detenidamente: ¿Cuál es la moraleja que podemos sacar de este événement tragique?… Pues que la vida no es un párrafo y la muerte no es un paréntesis, así que no robes, mentecato, o puede que lo que robes te mate.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Haiku 1780 – 1784

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Haiku 1780 – 1784

–1780–

Llueve en otoño;
empapados los árboles
llueve dos veces.

Llueve en otoño; empapados los árboles llueve dos veces.

–1781–

La lluvia cae;
las hojas arrastradas
por la ventisca.

La lluvia cae; las hojas arrastradas por la ventisca.

–1782–

Tras los cristales
la lluvia golpeando
los ventanales.

Tras los cristales la lluvia golpeando los ventanales.

–1783–

La mariposa
cruza el río paciente
sobre la rana.

La mariposa cruza el río paciente sobre la rana.

–1784–

Luna de otoño
entre nubes brumosas
salta la rana.

Luna de otoño entre nubes brumosas salta la rana.

Luis J. Goróstegui
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Csi 1191: Con la muerte al alba

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[1191]

1191. Con la muerte al alba

Una ráfaga agria de viento helado, como bofetada acérrima sin previo aviso, me despertó bruscamente y, al instante, aún incluso con la vista turbia y medio adormilado supe tres cosas: primero: que la ventana estaba abierta de par en par –me lo dijo el frío–; segundo: que esa cama no era la mía –me lo dijo la almohada–; y tercero: que estaba desnudo –me lo dijo…, bueno, lo supe–. La cabeza me iba a estallar; «¡por Júpiter!, ¿dónde demonios estoy?», me espeté sin poder recordar cómo había llegado hasta allí. Un quejío me dijo que alguien dormitaba aún a mi lado, bajo un montón de mantas –todas las que faltaban de mi lado de la cama–; «bueno, al menos alguien puede dormir después de lo que fuera que pasó anoche», me dije con media sonrisa. Una paloma se posó en el alféizar de la ventana y comenzó a zurear. «Hola, seas quien seas, ya amaneció, despierta…», estaba diciendo mientras levantaba una de las mantas intentando vislumbrar quién era, pero el susto que me llevé me impidió terminar la frase: era una joven y estaba degollada, y del susto me caí de la cama. Tendría veintitantos, morena, de pelo corto, y tenía la piel lívida –también estaba desnuda–, los labios amoratados, la lengua hinchada medio fuera de la boca, el cuello rebanado de oreja a oreja y estaba toda manchada de sangre seca; desangrada, sin duda. «¡Qué demonios…!», dije, huyendo como una araña despavorida sobre la alfombra, acojonado al ver aquello. Y, en eso, cual cometa errante zarandeado por la cruda realidad, me vino de bruces a la memoria lo que había sucedido la noche pasada.
Como traficante de armas que soy me codeo con algunos de los hombres –y de las mujeres– más viles y sádicos que se hacen llamar líderes en la actualidad. En esta ocasión estaba citado con un mandamás de la mafia rusa, en su cuartel general, para cerrar un trato de lo más satisfactorio para ambos: yo le daba armas –en este caso metralletas: Heckler & Koch MP5, MP7 y UMP, Uzi, PP-19 Bizon…; y algún que otro bazuca, como el multifuncional M3E1– a cambio de mucho, mucho dinero. Aquella tarde Dimitri se sentía alegre, y eso significaba bebidas, drogas y mujeres. Allí la conocí. Era una de las chicas que nos atendían. Se la veía diestra con el sacacorchos. Dimitri me la presentó; Rocío, o Carmen… se llamaba, creo, ahora no lo recuerdo. Besaba muy bien.
Atacaron a traición. Al parecer otra banda rusa no estaba de acuerdo con nuestra transacción comercial y, antes de que pudiéramos reaccionar, comenzaron la masacre. Eran legión y llevaban machetes y katanas y alguna que otra metralleta, claro. Fue al ocaso, lo recuerdo bien: con ese tono de cielo rosicler… El asunto es que la joven y yo –¡órale!, Katia, se llamaba Katia, ahora me vino– alcanzamos la puerta de salida, pero, justo antes de salir, una katana se interpuso en nuestro camino y medio rebanó su cuello. Como pude la levanté en brazos y salí corriendo de allí. Estaba desesperado. Mi mente trabajaba a mil buscando una solución. El tiempo apremiaba. Se me moría en mis brazos. Y entonces me acordé de la bruja Maa. Sí, tengo conocidos incluso en el infierno. Su tela de araña estaba cerca, así que metí a Katia en mi coche y dos minutos después atravesábamos la parte cuerda de la ciudad para introducirnos en otro mundo, uno macabro y demente. Visto con la perspectiva que da el tiempo no sé si hice bien, pero ya es tarde para lamentarlo.
La vieja Maa –había quien decía que tenía más de ciento cincuenta años– era una experta en brujería vudú, tenía el cuerpo tatuado y era ciega –y, sin embargo, veía «desde el otro mundo», como le gustaba decir–. Le dije lo que sucedía y, al sonreírme, me enseñó su boca desdentada. Maa nos llevó a su guarida y nos sometió –a Katia y a mí– a un siniestro ritual vudú. Sí, a mí también, no me preguntéis por qué. Bebimos brebajes innombrables, fumamos drogas prohibidas y sufrimos alucinaciones enloquecedoras. Luego perdí el conocimiento. Eso fue lo que pasó.
Aún con el susto en el cuerpo me lavé la cara en el lavabo y respiré hondo varias veces. Intenté pensar. Aquello no podía ser real. No podía. En eso escuché ruido de sábanas y unos pasos y una sombra se me acercó por la espalda. Sin girarme la vi en el reflejo del espejo. Era Katia. ¡Dios santo! Era ella, sin duda, con la mirada turbia, la piel lívida, los labios amoratados, la cabeza inclinada en un ángulo imposible, con ese profundo tajo que le cruzaba el cuello de oreja a oreja y toda ensangrentada. El rito vudú de la vieja Maa la había revivido; era una zombi, y me sonrió (por llamarlo de alguna manera) y me dijo con voz fría y lengua de trapo: «Cadigno, dengo la boca geca, ¿tienezg algo por ahí?… ¡menuda fiegda la de anoge, ¿vegdá?!»

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Csi 1190: ‘Algo baja del cielo’ y otros cuentos sin importancia [enero-2021]

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[1190]

1190. ‘Algo baja del cielo’ y otros cuentos sin importancia [enero-2021]

1190.1.- En la peluquería
Es un anochecer temprano. En el pueblo, los vecinos se atarean en sus quehaceres. Un hombre vestido de frac negro entra en la peluquería. Aguarda paciente la vez y charla amigable con los vecinos. «Sólo retocar las puntas», le dice al peluquero; al terminar, paga y se marcha. Todos le miran curiosos desde la entrada; pocas veces baja al pueblo. Es el dueño del castillo de la colina. Ninguno de ellos se ha percatado de que el hombre no se reflejó en los espejos del establecimiento.

1190.2.- Tengo mucho que decir
Tengo mucho que decir a la medianoche pues agarrar quisiera la galaxia en mis manos y beber en su honor su elixir portentoso. Lo diré una y otra vez, incluso si estás sorprendida: apunta y dispara (¡pero, por favor, no me des más golpes en el alma!) y prometo besarte el dorso de tu mano y mecerte en brazos por la eternidad y bailar al son del sol. Disperso está el ramo de flores en la superficie del lago, y una manzana cae del árbol como obedeciendo una ley divina y a punto está de darme en la cara mientras duermo tranquilo a su sombra; pues incluso si tienes la garganta seca, ¡tantas veces te lo dije!, cómo quieres que te llegue el calor de la luna llena. ¡Ah!, probablemente era Júpiter; y un dedo enhiesto en un ángulo de 45 grados marca la ruta.

1190.3.- Adiós días correctos
Adiós días correctos, pues sólo importa la temperatura corporal e incluso, si llueve, salir sin paraguas. Mira, esto es algo brillante; es, sin duda, un pobre amor. Y, si te sientes triste, ve a la azotea y mira muchas veces el mar.

1190.4.- Lo siento
La pared que veo en mi espalda está borrosa en la distancia. Por un lado está Shuhi Terayama, que viene en busca de alguien que es viejo, de alguien oculto sin necesidad de que le llamen demonio, y me pregunto si estará expuesto aún de noche; no en vano los músculos abdominales que habían comenzado a agrietarse durante marzo han vuelto a su estado original. Por otro, la familia Yoshino, que está mirando el cuenco vacío junto a los cansados platos de Año Nuevo, observan muertos de risa la niebla que desciende en la gran intersección desde cielo azul hasta alcanzar tus coletas que salvan el mundo, cariño; y no es mentira, pero quisiera aterrizar, quisiera esa familiaridad, pero estoy bromeando; y, en todo caso, quizá sea hora de que digamos adiós a la maldición de la aglomeración inútil de tanta gente cálida sin agallas para decir «lo siento».

1190.5.- Innovando que es gerundio
El siglo XXXI trajo muchos avances técnicos, como la matriz portátil de suspensión antigravitatoria que permitía que los automóviles pudieran circular, como los aviones, a gran altura pero, a diferencia de éstos, con un consumo mínimo y casi constante de combustible independientemente del tamaño del vehículo en el que estuvieran implantados –debido, al parecer, a cuestiones relacionadas con la aplicación del recientemente descubierto Principio de Equivalencia Gravimétrica–, lo cual llevó, por un lado, a considerar obsoletos –y por tanto a su casi desaparición, salvo para tenerlos en museos y así– a los clásicos aviones de propulsión; por otro, a que el tamaño de las nuevas naves antigravitatorias alcanzaran volúmenes como los de los rascacielos y mayores aún; y, por último, y quizá lo más inesperado de todo –ya se sabe que siempre hay a quien le gusta divertirse innovando o haciendo el chorra, según se mire–, a que se extendiera la moda de reutilizar para el transporte aéreo vehículos no diseñados inicialmente para tales menesteres, como, por ejemplo, vagones de trenes –ya fueran sueltos o en convoy–, casas enteras tipo chalet e incluso trasatlánticos.

1190.6.- La última esperanza
―Gramática políglota, filosofía, ética, moral… veo que tiene una biblioteca bien surtida.
En la ciudad fortificada, defensa contra los bárbaros y último reducto de la humanidad superviviente al gran estallido termonuclear, el profesor ha abierto una academia para educar en valores.
―Sí, en estos tiempos postapocalípticos es imprescindible; es la última esperanza que nos queda: instruir, formar personas de provecho, debatir…

1190.7.- El incomprensivismo
―He leído tu último cuento pero siento decirte que no lo he comprendido.
―Eso está bien. No pretendía ser comprendido, sino transmitir sensaciones, emociones; mi relato pertenece a un nuevo estilo que he creado: el incomprensivismo.

1190.8.- En el resplandor de aquel día
Fue en el resplandor de aquel día, en el que te encontré temblando como un cachorro mojado bajo la lluvia, cuando creo que escribí mi mejor poema; si lo lees sentirás su universalidad y concreción. Incluso si lo escuchas ahora podrás sentir la seriedad de su espíritu transformándote –sí, creo que es buena idea cantarlo–, abriendo en tu ser ignoto un cráter que muestre tu alma al día que amanece; y, si abres la cortina, la luz de la luciérnaga en el gimnasio desaparecerá silenciosa, pues ¿sabías que la nieve puede arder durante más de 100 millones de años? Sí, no en vano el plancton cae sobre el fondo marino cimentándonos. No digas que el motivo está en mi corazón, el acusado tiene derecho a callar. Sudoroso, cavando, mojándome, la marea está llena; dejemos de cazar la primera marea.

1190.9.- Conversando con un escritor
―Te achacan que escribes en blanco y negro.
―Puede, pero siempre pienso en color.
―Dame alguna pista, ¿cómo debo leerte?
―No leas lo que he escrito. Trata, más bien, de ver lo que he imaginado para llegar a escribirlo.

1190.10.- Asesinato en Navidad
Navideña, muy navideña, no se me presentó la semana: en principio pretendía cerrar por Navidad mi recién estrenado despacho, pero apareció una joven degollada en un callejón; y su novio –hijo de un famoso político– contrató mis servicios; pero va el comisario jefe y pretendía prohibirme que investigara –«¡esto le sobrepasa, detective Arístides, deje que nos encarguemos los profesionales!», me espetó con ese tono suyo que me sentó como un tiro, la verdad–; y fui y acepté el caso, porque nadie le dice al hijo de mi madre lo que tengo o no tengo que hacer. Soy impulsivo, sí; ¡qué le voy a hacer!, debo sufrir en la cabeza algún desfasaje.

1190.11.- Atravesando el bosque
Es un otoño frío. El frondoso bosque se tiñe de rojo y amarillo y el suelo se cubre de hojarasca y musgo. Un grupo de personas, a lomos de caballos y en carromatos tirados por bueyes, con los rostros bajos y abrigados para afrontar el viento recio y la lluvia, avanzan deprisa rumbo al pequeño pueblo colindante; cuanto menos tiempo permanezcan en el bosque mejor, pues, aunque nadie aceptaría dar crédito a ese tipo de leyendas, hay quien dice que allí habitan monstruos. El caso es que, al salir a terreno abierto y ver a lo lejos las primeras casas, todos respiran más tranquilos. Mientras, camuflados entre los arbustos y desde lo alto de los árboles, los ogros o’endcer de ojos rojos y garras de marfil les observan.

1190.12.- Arcadia
Adrede escapamos de nuestro hogar, por eso llevábamos tiempo estudiando las cartas estelares; y adrede emprendimos viaje al exoplaneta P103 –un clase Ohmnium, la mejor opción para sobrevivir–. Lamentablemente la Tierra ya no era viable; culpa nuestra, lo admito, pero ya era tarde para lamentarse. Sólo podíamos huir. Lo que vimos al llegar sobrepasó todas nuestras previsiones; ni en nuestras más optimistas utopías hubiéramos pretendido encontrar un lugar mejor: atmósfera respirable, agua, vegetación abundante e inocua, gran biodiversidad animal, campo magnético de alta viabilidad… Incluso los nativos nos acogieron pacíficamente; y debo reconocer que lo más extraordinario de aquellos seres inteligentes no era, ni por asomo, que escribieran en bustrófedon.

1190.13.- Llega una noche larga
Llega una noche larga como la cola de un pájaro de la montaña. La primavera desbordada es verano, y una misteriosa prenda blanca ondea insigne de un provenir promiscuo; mirando los tomates de Karihoan en el campo de otoño, mi ropa se está mojando de rocío.
Este día ya está gritando… Está la luna inclinada… ¡Oh, debería haber dormido más! Te dije que vinieras pronto… ¡te estaba esperando!; ya no hay tiempo, ya apareció la luna! Moshiki y los antiguos aleros Shinobu también tienen muchos viejos tiempos por vivir.
El atardecer de un arroyo en la brisa puede ser un signo de verano.

1190.14.- De una idea, un tesoro
―Pletórico, homérico; se merece la recompensa ofrecida, sin duda –dijo el rey.
Tiempo atrás, el rey había ofrecido un tesoro a quien acabara con el nido de dragones que habitaban bajo la montaña. Caballeros y gente de bien de todo el valle se habían adentrado en las cuevas para matarlos, pero todos fueron derrotados.
―Yo tengo una idea –dijo un anciano.
E, inundando las cuevas al desviar el cauce de un lejano río, todos los dragones murieron ahogados.
―¡Qué cierto es que más vale maña que fuerza! –dijo la reina.
―Y, además, ha abierto un manantial en la montaña y, de un páramo seco, ha conseguido un valle de cosecha ubérrima.

1190.15.- En reguero abandonado
Parece que hay un pantano, en reguero abandonado, por donde un niño entra de soslayo en la habitación de al lado y la atraviesa gritando entre sueños o pesadillas acaso; y, sin pretenderlo –y mojado por la nevada imprevista–, descubro mi cabello húmedo y bello, y que la nieve, transformada en aguanieve y ésta en lluvia, me escucha cuando le discurro de la vida y paseo entre ella con paso superfluo y esquivo. Sin embargo, cuanto más me concentro en este hermoso día, más noto cosas que no encajan. Y tú, que parece que disimulas pero que estás mirando la visión nocturna de todas las flores esparcidas, no te demores en recoger las frutas podridas y los cuerpos viejos, pues la duda está tocando ya el piano en la habitación en la parte de atrás de mi cabeza izquierda y la canción que ella arrastra a ritmo demente no es una arabesca fugaz de filigrana y oro, sino un locuaz guijarro de farándula loca.

1190.16.- Con lágrimas
Agendar acaso se propuso el arqueólogo la insondable belleza incólume de las sombras efímeras de aquellas ruinas enterradas de otros tiempos; mas, obnubilado por tanta magnificencia eterna –con las manos aún temblorosas y la mirada borrosa por la emoción, incapaz ni siquiera de agarrar firme su lápiz de mina negra para plasmar en trazos fugaces aquellas sublimes piedras–, sólo con las lágrimas que de sus ojos se desprendían alcanzaba a expresar en su justa medida la gratitud que sentía al haber hallado tal yacimiento maya.

1190.17.- Nuestro hijo
―Mamá, ¿qué es eso blanco que cubre todo el suelo?
―Es nieve, cariño. Cae del cielo como la lluvia pero es más fría; anoche estuvo nevando. Si quieres, luego salimos a la calle a jugar con ella.
―Me gustaría, sí, mamá.
Arturo mira asombrado por la ventana. Es la primera vez que ve la nieve. Hace dos semanas lo encontramos acurrucado en un vertedero de electrodomésticos, medio deshecho, y nos lo trajimos a casa. Hemos hecho lo que pudimos y, aunque recuperamos satisfactoriamente la servomecánica de su cuerpo, no hemos podido hacer lo mismo con su sistema cognitivo y no nos ha quedado más remedio que resetearlo. Antonio y yo tenemos una tienda-taller de electrónica y robótica así que nos ha sido relativamente sencillo repararle. Ha despertado esta mañana y desde que nos ha visto nos trata como si fuéramos sus padres –incluso nos llama mamá y papá; supongo que viene así en su placa base–. Mañana le instalaremos en su módulo neuronal una base integral de datos. Lo cierto es que el hecho de que no podamos tener hijos nos hace que consideremos a Arturo como nuestro hijo, a pesar de que sea un robot de dos metros de altura.

1190.18.- Conversaciones de salón
―¡Zopilote!… querida, ¡¿tú te crees?!… ¡tuvieron la insolente desfachatez de llamarnos zopilote!… ¡¡a nosotros!!
Lady Calrissian, la señora del castillo, hacía esfuerzos por contener su más que justificada cólera.
―Ya no sé dónde vamos a ir a parar, Eleanor; ¡se lo merecían, sin duda! –asentía apesadumbrada, a su lado, milady de Norfolk.
―¡Ya lo creo!… ¡unos jóvenes insolentes, eso es lo que eran!, burlándose de nuestra noble alcurnia… ¡y tirándonos huevos a las ventanas!… ¡gamberros!…
―¿Y teníais espacio suficiente en la nevera para los tres?
―Oh, por supuesto… aunque vamos a estar comiendo carne de vecino entrometido el resto del mes… con lo divertido que es cazarlos, ¡uf!

1190.19.- A la luz de las antorchas
A la luz de las antorchas la esperanza da su último suspiro cual latido del corazón moribundo de generosa forja de espadas de héroes de antaño; pues, al son de un desfile marcial, marcha solemne la tropa mientras, despacio, la incandescencia eminente de la sublimidad ostensoria redime inmisericorde, cual elevada cúspide de agrietados peñascos, la eterna gratificación de los hijos de los mil ángeles.

1190.20.- ¡Cataclismo en el embalse!
―«”Fantoche”, “energúmeno”, “troglodita”, “subnormal” y “escafoides desquiciado” fueron algunos de los despectivos apelativos con los que maese castor padre abroncó a maese oso hijo al paso de éste a todo galope sobre el embalse helado provocando grandes desperfectos en la presa construida por el clan castor». Aquí Mapache Gris, desde el Bosque Ruiseñor, informando en exclusiva de las últimas noticias tras la gran helada. Seguiremos indagando… ¡Atención, nos llega un último boletín!: «Afortunadamente no ha habido que lamentar ninguna víctima castoril, pues, en un espectacular giro de los acontecimiento, maese oso hijo pudo desviar su alocado galope al hacer palanca con un tronco viejo y tomar in extremis una ruta tangencial».

1190.21.- Extinción
El día amaneció como cualquier otro, con los postes de la luz con sus líneas amarradas a los discos aisladores, sus fusibles, sus transformadores, sus cables neutros con sus aisladores de cerámica y sus correspondientes acometidas, inmóviles junto a los edificios y sus sombras dibujando filigranas en las fachadas y el suelo; y, en las casas, los electrodomésticos; y, en los edificios gubernamentales, los compresores, transformadores industriales y todos los instrumentos que proporcionan luz y electricidad a las ciudades…; nada hacía presagiar el horror que estaba por venir. Y el día prosiguió y atardeció y anocheció, pero aquella noche el sol explotó, no como para destruirse pero sí como para que una ola de plasma solar arrasara la Tierra provocando una tormenta geomagnética de proporciones nunca vistas que no sólo dañó los satélites, los transformadores eléctricos –dejando bloqueadas y a oscuras las ciudades– y las radiocomunicaciones –incomunicándolas entre ellas–, no, sino que, y lo que fue más extraordinario de todo, afectó a las mismísimas entrañas cuánticas de toda la electrónica del planeta, de modo que, al amanecer del día siguiente, ésta había cobrado vida, vida electrónica, pero vida al fin y al cabo, y nos atacaron. Fue como si los electrodomésticos y cualquier dispositivo eléctrico sufrieran una mutación genética en su infraestructura cuántica; y, así, las cafeteras, los microondas, los secadores de pelo, las lavadoras y lavaplatos, incluso los postes de la luz o los transformadores industriales y demás objetos de las ciudades generaron su propia inteligencia, sus propias extremidades móviles y… no puedo seguir… todo es horroroso… Dejo este biolog para que cuando esta guerra acabe, si hay supervivientes, sepan qué pasó y porqué. Cada vez quedamos menos… Es la extinción… ¡Dios, ayúdanos!… Ahora tengo que huir, un grupo compresores me están acorralando y quieren matarme…

1190.22.- Europrohibición
―Mamá, ¿me aumentas la paga?
―No puedo, es que Bruselas no me deja.

1190.23.- Una vez en la vida
―Canelones rellenos de cecina de chivo lechal malagueño, con bechamel, espuma de manzana reineta del bierzo y crujiente con ensalada, de primero; una pieza de ternera asturiana con verduras encurtidas, de segundo; y de beber, un rioja voché –fermentado en barrica; 70% Viura, 30% Chardonay–… todo excelente.
―No te digo que no, ¡pero a qué precios!
―¡Hombre, una vez en la vida…! Ya sabes lo que dicen: «Carpe diem, quam minimim credula postero*».
―Sí, que la vida siempre asombra.
―Es ley de ídem.

[*«Carpe diem, quam minimim credula postero», que podemos traducir como: «Aprovecha el día de hoy; confía lo menos posible en el mañana».]

1190.24.- Te vi mañana
En mis recuerdos –o en mis sueños, no sé– te vi mañana nadando entre los rayos entrecruzados de dos soles de mermelada encurtida fermentada en barrica y bañada en rioja voché; mientras, el murmullo del eco escribía letras perdidas en orillas olvidadas.

1190.25.- Los zombis no se vacunan
Los zombis no se vacunan; ya están muertos.

1190.26.- El colmo de la publicidad
Animan a leer un libro aduciendo que es el libro de cabecera del personaje principal de la serie de ficción con más renombre de la TV.

1190.27.- El clan Dascălu
―¿Abuelo, estos de la foto son el clan Dascălu del que nos hablaste; el que ayudaste a escapar de la cárcel en Transilvania?
―¿Eh?… ¡ah, sí!… los veintitrés.
―¿Pero aquí sólo se ven catorce?
―Sí, los que no eran vampiros; ¡menuda familia!

1190.28.- Algo baja del cielo
―La experiencia es un grado.
―Sí, la vida es una prueba. Somos como los astronautas que exploran por primera vez un nuevo planeta; de hecho es así literalmente, pues ¿qué es si no la Tierra? No sabemos lo que nos vamos a encontrar y, sin embargo, seguimos caminando; por eso quien disfruta de más tiempo para indagar tiene mejor perspectiva para decidir el camino que quiere tomar.
―No puedo estar más de acuerdo contigo. Además, a poco que hayas aprendido te das cuenta de que los obstáculos que encontrarás difieren poco de los ya superados.
―Por eso yo ya no pido lo que sé que no se me puede dar, ¿para qué amargarme la vida?
―Yo, como San Francisco de Asís, necesito pocas cosas y, las pocas que necesito, las necesito poco.
―Acertada decisión, sin duda.
Los dos ancianos caminan despacio por el malecón del puerto. Amanece y el sol refulgente ilumina el horizonte como quien da la bienvenida a un miembro querido de su familia.
―Mira, algo baja del cielo –dice uno de ellos señalando a las nubes.
―¿Crees que es lo que creo que es?
―Sin duda. ¿Se lo decimos al alcalde?
―Na, ya se dará cuenta si atacan.
―¿Atacarán?
―Ni idea. Puede que no, pero tampoco podemos hacer nada para evitarlo; ya veremos.
―Se te ve tranquilo.
―Es que he vivido mucho.
―Bien decías tú que la experiencia es un grado.
―Bueno, vamos a desayunar.
―Vamos, que hoy dan en la residencia ensaimadas de cabello de ángel.

1190.29.- La granja
Subrogar la granja haciéndome cargo del negocio familiar, a eso me dedico. No, no me quejo, al contrario; de pequeño siempre había querido criarlos cuando fuera mayor. Mi abuela Marta –tenía visión de futuro, sin duda– fue la que los cazó siendo aún unas revoltosas crías; y, aunque en un principio no le veíamos futuro, el negocio resultó ser francamente rentable. El caso es que les conozco por su nombre y ellos, aunque os resulte increíble, me consideran como su jefe de manada, o algo así –ahora tenemos ya treinta y tres enormes cocodrilos, ¿quién lo diría?–; incluso tengo con cada uno de ellos un selfi.

1190.30.- Meme dar’ho de alabastro
Meme dar’ho de alabastro, así los llamamos; y, aunque de alabastro, ni por asomo podían ser un meme, pero así suceden las cosas, qué le vamos a hacer. En el 3173 d.C. detectamos un satélite en rumbo 4316,10637 y decelerando; evidentemente era alienígena y fuimos a ver. Era ciclópeo, repleto de túneles como un gruyer y en cada una de las que supusimos habitaciones encontramos un objeto de aquellos –el hijo del comodoro los vio y dijo: «mira, papá, parece un meme», y con ese nombre se quedó–. A los aliens les llamamos Dar’ho, como el alienólogo que los descubrió. Finalmente descubrimos que los extraterrestres los usaban como radiodespertador.

1190.31.- Un mundo insospechado
Aquel mundo era insospechado. Algunos puntos geográficos permanecían perennes cubiertos con sólo un metro de mar oceánica –incluso lo que antaño fuera tierra adentro– de modo que en las estaciones los tiburones deambulaban en lugar de los trenes del pasado. En otros, la gravedad jugaba con la gente y les permitían caminar levitando centenares de metros sobre la superficie del planeta de modo que los pasos de cebra de antes, que alternaban el tránsito de vehículos y personas, eran ahora vías por las que circulaban únicamente seres humanos, mientras que, bajo ellos, buceaban ballenas, tigres acuáticos e infinidad de criaturas submarinas de nombres imposibles. Como signo indecible se daba también, por ejemplo, la paradoja de que junto a lagos sin fin en cuyas profundidades yacían gigantes de piedra como custodios de tesoros sacros, de una sola amapola, fruto de técnicas policrómicas obtenidas de seres de otros mundos, surgían, cual fuente de manantial milagroso, prados multicolores de seres florales en otros tiempos considerados hadas o duendes; o que la ciudad fuera un concepto obsoleto y el dinero innecesario –y no estoy mintiendo–. A simple vista podía parecer que la vida se rebelaba y que la felicidad fuera por fin una realidad alcanzada –como antaño había sido un espejismo idealizado–; pero nada más lejos de la realidad, pues nunca como ahora los espantapájaros habían llegado a ser eco glorioso de valles portentosos. Sí, así era ahora la Tierra, y en ella vivíamos la nueva humanidad.

1190.32.- Conversaciones conyugales
―Isoflavona U’tiahin es una famosa diva del bel canto. Dicen los entendidos que su voz es capaz de provocar el arrobamiento del cuerpo astral del que la escucha.
―No he oído hablar de ella.
―Incluso es capaz de cantar en frecuencias inaudibles para el oído humano.
―Pues si no la podemos oír, ¿para qué ir a verla?
―Es que también canta en otras frecuencias.
―Ah, bueno. ¿Y de dónde es?
―No es humana. Tiene seis brazopiernas y es natural del planeta Mos’ad’eyt, en el sistema Atad’ii, a 103 años luz de distancia.
―Pues nos pilla algo lejos. ¿Y de qué la conoces?
―De nada, cariño; lo estoy leyendo en un libro.

1190.33.- Desescalada contractual
Desescalada contractual, lo llamaron; un eufemismo como otro cualquiera, pues un gobierno progresista «nunca promueve el conflicto social». ¡Ja! De hecho la guerra continuaba al mismo ritmo, o incluso mayor. Las bombas caían sin descanso, ora aquí, ora allá, mientras el enemigo, inmisericorde, permanecía invisible… bueno, hasta aquella mañana en que me topé con uno de ellos –entonces comprendí la amarga verdad: que las bombas eran ‘fuego amigo’ y que nuestro gobierno mantenía la guerra con un enemigo ficticio sólo por ambición política y rédito económico; ya sabemos cómo se las gastan, ¿verdad?–. Todo eso lo supe al comprender la súplica de paz que emanaba de su mirada.

1190.34.- Un son nostálgico
Las copas desnudas de los árboles saludan osadas al sol que amanece y el invierno avanza; al atardecer se escuchan voces de niños jugando en el parque y la tarde se hace noche; el sonido del fondo de la oscuridad evoca un son nostálgico, como un rumor que vaga entre las hojas.

1190.35.- Saboreando un té
Saboreando un té que no puedo parar y se enfría en mis manos, con el llanto que pensé que estaba gritando y fue interrumpido por una tos repentina, ese sentimiento; y los pétalos que se muestran marchitos mientras florecen, ríen, pues moriré pronto.

1190.36.- Cotilleando con famosos
Año 3021. La ciencia ha avanzado que es una barbaridad y gracias al éxito en la conservación en formol de la cabeza –registros neuro-cerebrales incluidos–, los realitis de celébritis en holo-TV siguen contando con los mejores invitados, aún tras su muerte.

1190.37.- La tienda de la esquina
Coroto sobre coroto, ¡sí, hombre!… ¿no recordáis aquella tienda de la esquina de escaparate mohoso y fachada de madera labrada con filigranas amenazadoras? Se amontonaban objetos extravagantes de todo tipo: dragones escupefuego de piedra policromada aún calientes al tacto; la cabeza disecada de un tiranosaurio rex colgando sobre la chimenea de la tienda, al fondo; viejos tarros de cristal turbio conteniendo embriones muertos en formol de criaturas desconocidas para la ciencia que juraría que se movían al tocarlos; calaveras de afilados colmillos; el ataúd egipcio de un faraón maldito, según me aseguró el anciano dueño de la tienda… Pues bien, ha desaparecido, cimientos incluidos. ¡Lástima, le tenía una afición!

1190.38.- Requisitos de misión
Resiliencia en grado sumo al 103,5% era el requisito imprescindible que debían alcanzar los candidatos en la varianza transmimética para solventar con éxito la misión T130R, a costa, si no, de morir de forma atroz en el intento si el escudo personal Om’shy de vacío no mantenía dicha catalogación al menos ¾ de ciclo. Por tanto sólo los agentes excepcionales serían seleccionados. El viaje en sí era peligroso –aunque para ello se había escogido una nave clase Sch’osund por lo que por esa vertiente no debía haber problema ninguno–. Sin embargo lo más arriesgado era, sin duda, la permanencia en el entorno hostil de aquel inhóspito planeta el tiempo concertado para recopilar las muestras autóctonas de biodata requeridas para dar por satisfecha la misión encomendada; así como defenderse de un más que posible ataque por parte de la salvaje población nativa en caso –Os’tan no lo quiera– de ser descubiertos. Era por ello que el camuflaje biosimbiótico necesario para pasar desapercibido entre la población aborigen –de cara a la futura recolección del ganado humano en su pequeño planeta marino– requería un temerario nivel 394 en la escala de sostenibilidad epidérmica lívida.

1190.39.- Como si al alba
Como si al alba el sol gritara tras su cíclico viaje
de un escalofrío el verso clama
y del lago la dama bruja surge en calma
mas no en quietud se desvela.

En la neblina se oculta en sigilo
la amarga hiel que en su corazón habita,
senda inquieta de rumbo efímero
cual ofidio ígneo de intención inconfesa.

¡Atrás, leviatán inmundo!, grité al verla;
¡retrocede, Belcebú de mil rostros a cual más oprobioso!, insistí espada en ristre;
y ella, en ademán inquietante, rióse desvergonzada,
y, dándome la espalda, se hundió, ruin, en sus aguas negras.

Mas, en el último suspiro
de mis ansias resurgiendo,
lancela un dardo y a su corazón herí de mortal herida.
¡Aaahhh!, gritó ella,
y en su retorcida mueca se desangró toda ella.

Muerta estaba la dama bruja,
muerta –la maté, sí–, muerta estaba,
y una fiesta de consuelo celebramos en la ciudad,
¡pues muerta, muerta está!, gritamos a una.

1190.40.- Acorazado Potemkin
―¿Alcoholímetro cenital?
―Marcación 0,374 ciclos, capitán, y estable a 70 pics.
―Activen vórtice de gravitación y’emunt y ajusten cinturón de iones al 63%. Plasma en fusión. Agujeros de gusano en posición tangencial. Vacío positrónico.
―Capitán, desajuste matricial al 5%.
―Disminuyan compresores de tugsteno 3,5 marcas; abran válvulas de escape; cierren clavijas thern.
―Recuperados niveles de varianza subsónica, capitán.
―Bien. Ajusten coordenadas del objetivo.
―Asteroide en visor en 14 segundos.
―A mi orden.
―Sí, capitán. En posición en 3, 2, 1…
―¡Fuego!
El cañón disparó el rayo de gravitación.
―Asteroide volatilizado, capitán.
―Comprueben calibrado de residuos.
―Sólo quedan escombros, capitán; nube de asteroides densidad 0,347 o’omas.
―Perfecto. Nuevo rumbo; destino: planeta Eleëre.
―Nuevo objetivo en 107 ciclos, capitán.
La prueba de tiro había sido un éxito. El cañón de gravitación del acorazado espacial Potemkin VII era el arma definitiva. El planeta Eleëre, guarida de los rebeldes opuestos al tiránico poder del señor feudal Cha’kel’ar, duque de Em’ler, señor del cuadrante galáctico Umyd-37, sería volatilizado de igual modo. Satisfecho, el capitán se detuvo unos segundos ante el mapa estelar y marcó la posición del planeta Eleëre con un premonitorio doble asterisco.

1190.41.- Café con bollos
―¿Café? –preguntó el camarero al atender al cliente.
―ⱦ₩₡₲⃝₪₮Ⅎₔ₇⅟ⱦ –repitió el turista intentando vocalizar mejor.
El extranjero vestía y actuaba raro, pero el camarero no quería echarlo del bar, para un cliente que entraba a consumir…; con lo de la pandemia no estaban como para desperdiciar clientes, así que insistió.
―¡Manolo, échame un cable, a ver si le entiendes tú que sabes idiomas!
―Good morning, bonjour, buenos días, caballero, ¿qué desea tomar el señor? –preguntó Manolo con su mejor sonrisa.
El turista levantó la mano como pidiendo paciencia, y, leyendo en lo que parecía ser una tablet, dijo vocalizando lentamente: «Watashi no sen’yō no ionka purazumakyaburetā wa arimasu ka?»
―¿Eso es japonés? –se dijeron alucinados los dos camareros.
El extranjero sonreía bobalicón.
―¡Esto, España; nosotros no japonés! –dijo Manolo elevando el volumen de voz.
El cliente volvió a pedir paciencia y tecleó en su tablet.
―Disculpen, soy… perdido. ¿Tener… vos… carburador de plasma ionizado para nave? –dijo esta vez el cliente en español señalando al cielo.
―¡Eso quizá en una gasolinera… ga-so-li-ne-ra!… ¡a-quí-no!
Y el extranjero hizo una mueca y se marchó. Manolo, decepcionado, tachó de su libreta el «café con bollos» que había apuntado con un lapicero.

1190.42.- Invitados de la niebla
En el silencio de una noche profunda, caminando juntos, levitando quizá, o corriendo o andando acaso, detenidos aquí o allá rastreando las pistas que el ayer nos dejaba, llegamos al lugar que se nos ocultaba –como invitados secretos de la niebla de la mañana–, y que el camino nos apuntaba; un lugar deslumbrante y hermoso y con una luz que desvelaba el alma dormida. «¿Qué ilumina la luz de la luna redonda y plateada que flota en el viento frío del cielo?», escuchamos a la voz decirnos. «Más allá de las letras que escribís mirad y veréis la reacción de un ser querido, y escucharéis un sonido de piano y el mar rompiente que os invita a hundiros en él», añadió el susurro. «Pero ya es tarde en la noche, debo dejarlo aquí, pues no en vano estáis un poco más cerca que antes de conseguirlo, cuando sólo hablabais de cosas casuales y apenas veíais el amanecer en el fondo del agua. Con Dios», y el sol del amanecer nos deslumbró y nos hizo volver a esas mañanas de respirar de a poquitos.

1190.43.- Aquelarre nocturno
En un maizal quejumbroso, una noche somnolienta, al compás de un quejío arrabalero, un susurro malicioso rompe la serenidad de un recoleto lugar apartado del bullicio, y tres gatos negros de maullido tenebroso deambulan acechantes alrededor de un espantapájaros de sonrisa macabra y mirada siniestra. «¡Que el velo pudoroso, que la niebla criminal oculta a sabiendas, rasgue por ventura el azar del siniestro huracán que nos convoca!», grita el primero de los gatos transformado en dama bruja tuerta; «¡que la esencia de lo profundo agriete sin reparo la crucial concurrencia que el hado concupiscente anhela alcanzar con nuestra pérfida brujería!», se desgañita la segunda arpía de felinos ojos; «¡que el relámpago furioso, de maléfico encanto y afilado filo, cual semblante espectral de reflejo efímero y mortal, retumbe lúgubre y funesto en nuestro ser inmortal y nos haga llaves de la puerta del destino!», chilla y se retuerce la tercera alimaña. «Es la hora, hermanas», se dicen al unísono las tres con su voz aguarrentosa y su sibilina mirada, y, con funestos gestos y palabras arcanas, pronuncian el conjuro al son de los truenos sin lluvia que retumban portentosos. Las tres son jóvenes a pesar de sus arrugas y sus canas; las tres fueron hermosas, mas las tres se aficionaron a las artes oscuras y se dislocaron la conciencia y el alma, pues, de todos es sabido que sin remedio se cumple que, cuando el hechizo entra por la puerta, el sentido común sale por la ventana.

[FIN]

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Haiku 1775 – 1779

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Haiku 1775 – 1779

–1775–

El viento agita
las hojas aún verdes;
algunas caen.

El viento agita las hojas aún verdes; algunas caen.

–1776–

Tras la nevada;
un muñeco de nieve
bien abrigado.

Tras la nevada; un muñeco de nieve bien abrigado.

–1777–

Sólo la lluvia
de otoño despabila
al caracol.

Sólo la lluvia de otoño despabila al caracol.

–1778–

Un árbol seco
aún da brotes verdes
en primavera.

Un árbol seco aún da brotes verdes en primavera.

–1779–

Lluvia de otoño;
caminando despacio
por donde llueve.

Lluvia de otoño; caminando despacio por donde llueve.

Luis J. Goróstegui
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Csi 1189: Espíritu humano

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[1189]

1189. Espíritu humano

―Profesor, ¿cómo son los extraterrestres? –me preguntó uno de los escogidos.
―Verás, Arturo, son la cosa más inaudita que he visto nunca; me es difícil describirles. Son altos como una jirafa. Los alienólogos que los han estudiado dicen que es debido al exoesqueleto bioprotector que llevaban, y suelen desplazarse como acurrucados, casi aplastados, al menos así se movían cuando nos atacaron, aunque es posible que fuera a causa de nuestra mayor gravedad. Fuera de su bioescafandra, por así decir, tienen la tez lívida y, al erguirse… de noche sus cuerpos son bioluminiscentes… No tienen pelo, y sus ocho brazopiernas… Cómo os lo diría. No tengo aquí ninguna foto o video de ellos… Hanna, acércame el lapicero holodifusor –le pedí–, a ver si con un bosquejo os hacéis una idea. Recordarme que mañana os traiga alguno de los documentales que hemos editado sobre ellos.
Mis alumnos se arremolinaron a mi alrededor, con los ojos abiertos como platos, asombrados por lo que estaba dibujando: aliens con ojos como de muerto, sus incontables dientes como dislocados, su lengua bífida…
―¿Realmente son así, profesor? –me preguntó Inés con la voz asustada.
―Sí, así son. Pero tranquila, Inés, no temas, que ya se fueron –le dije.
Lo cierto es que les vencimos, si es que a eso se le puede llamar victoria.
Su llegada nos cogió por sorpresa. Era una mañana gris de octubre. Cuando los satélites les detectaron ya era demasiado tarde. La guerra duró cinco años. Fue atroz. Y, sin embargo, finalmente logramos destruir sus naves. Todas. El precio que pagamos fue, no obstante, excesivo: media Tierra devastada y, con ella, el holocausto de ¾ de la humanidad. No impedimos, sin embargo, que enviaran un último mensaje a su planeta de origen dando nuestras coordenadas y pidiendo refuerzos. Por eso sabemos que regresarán y lo harán más fuertes; y también sabemos que no seremos capaces de vencerles una segunda vez. Será nuestra extinción. Logramos averiguar, eso sí, que tardarían en llegar unos quince años. Es el tiempo que teníamos para prepararnos a morir.
Sin embargo, llamadlo espíritu inconformista, o invencible, o heroico, o simplemente espíritu humano, el caso es que no nos dimos por vencidos y nos dispusimos para la lucha. Y lo primero era conocer al enemigo. Aprendimos mucho de las autopsias que les practicamos: el alcoholímetro nos reveló sus hábitos alimentarios; su segundo corazón y sus tres estómagos nos hablaron de la gravedad y biodiversidad de su planeta natal; sus garras, de sus habilidades en la caza e insaciable voracidad, y así supimos también de sus puntos débiles. De sus propulsores estelares aprendimos a aplicar nuevas tecnologías que nos servirán en la futura lucha, con las que aprendimos a construir armas más potentes, nuevas naves más rápidas… De eso hace ya cuatro años.
A mis alumnos les suelo decir que el trabajo bien hecho siempre trae algún regalo, y, en nuestro caso, nos trajo todo un planeta. Naturalmente en estos años ha aumentado nuestra afición a observar las estrellas –supervivencia obliga– y, como premio a nuestros desvelos, localizamos un exoplaneta –el Hauss 37– oculto en una lejana nebulosa con las condiciones de habitabilidad precisas para que la humanidad pudiera sobrevivir en él. Al conocer que teníamos una puerta de escape a nuestra desventura, la gente sólo pudo deschavetarse de alegría y nuestros niveles de resiliencia alcanzaron máximos históricos; era como vivir en un mundo berlanguiano. Al menos de momento, porque el tiempo se nos echaba encima. Marcada con un asterisco nuestra fecha de caducidad, pronto nos dimos cuenta de que los menos de diez años que nos quedaban hasta la llegada del enemigo eran insuficientes para construir las naves necesarias para trasladar a toda la humanidad superviviente a nuestro nuevo hogar.
―¿Es por eso que fuimos elegidos, profesor? –me preguntó otro de los escogidos.
―Sí, Esteban, así fue –le respondí.
Sólo cabía una opción: seleccionar para el viaje a Hauss 37 –al que ahora llamamos Tierra 2– sólo a aquellas personas relevantes para asegurar la continuidad de la especie humana.
―Profesor, ¿y usted viene con nosotros? –me preguntó una joven pelirroja.
―No, Leonor, no puede ser –le respondí con una sonrisa–; habéis sido elegidos los mejores. Sois un total de quince mil personas de todas las profesiones, credos e ideologías, razas y culturas, de un rango de edad entre los 15 años –vosotros– y los 50 –los mayores–; mujeres y hombres de los que resurgirá la nueva humanidad. Vuestra nave, basada en nuevos principios científicos alienígenas, estará terminada en unos cinco años; mientras tanto seréis formados en diversas escuelas y universidades. El resto, como coroto en vanguardia, seremos vuestro escudo y permaneceremos aquí, en la Tierra, y, cuando llegue el momento, lucharemos a muerte sabiendo que la humanidad aún tiene un futuro en vosotros. Y ahora, ¿quién me acompaña al bar a tomar un piscolabis? Invito yo.
―¿Y café? –me preguntó Nicolás.
―Vale, pero descafeinado –le respondí entre risas de sus compañeros.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Csi 1188: Redescubriendo la Tierra

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[1188]

1188. Redescubriendo la Tierra

Tendría unos doce años la primera vez que oí hablar de Diego Álzaga de Suffolk y del planeta Tierra. El colegio nos había llevado al museo de ciencias y allí vimos un documental sobre él y su increíble descubrimiento.
―¿Qué hay de comer, mamá? –le pregunté a mi madre cuando regresé a casa.
―Muslos de e’atkal asados con berenjenas fritas, tus preferidos.
―Mamá, ¿es cierto que existe la Tierra?
―Sí, cariño.
―En el museo nos han contado que Diego Álzaga fue un explorador galáctico muy valiente –su lema era: «Sigue el camino adonde te quiera llevar»–; y que se enfrentó a las autoridades de su época cuando propuso la Teoría de la Tierra, y que estuvo en la cárcel y que a punto estuvieron de ejecutarle por alta traición y herejía. ¿Es cierto?
―Sí, hijo. En aquellos tiempos contradecir la Ley de Vida estaba muy castigado.
―¿La Ley de Vida, mamá?
―Verás, Einëe, en aquella época se pensaba que la humanidad era el resultado de la uniformidad genética lograda entre las diversas civilizaciones que poblaban la galaxia, de modo que, con el paso del tiempo… de mucho tiempo… al irse interrelacionando y mezclando entre ellas, llegaron a ser como eran entonces; y esa creencia se convirtió en la Ley de Vida. Sin embargo Diego Álzaga, y otros como él, comenzaron a hacerse preguntas y a poner en cuestión dicha ley, pues había cosas que no encajaban: discrepancias genéticas, paradojas, la propia existencia de alienígenas no humanos… y cosas así.
―Entiendo. Por eso persiguieron a Álzaga; por defender la Teoría de la Tierra según la cual nosotros… bueno, nuestros primeros antepasados… es decir, la vida humana… surgió en un solo planeta, la Tierra, y de ahí se fue expandiendo por toda la galaxia.
―Exacto.
―Pero, mamá, si realmente la humanidad procedemos de la Tierra, ¿cómo es que llegamos a olvidarlo?, ¿por qué olvidamos la Tierra?
―Bueno, la galaxia está en expansión y los planetas están muy lejos unos de otros, Einëe, y, al expandirnos, la distancia, el paso del tiempo, las guerras, la propia historia de cada planeta… hizo que nos fuéramos olvidando de nuestro origen. ¿No te pasa a ti que pierdes el contacto y llegas a olvidar a los amigos que conociste durante las vacaciones?…
Sí, damas y caballeros, aquella visita al museo marcó mi vida. Luego supe de los ímprobos esfuerzos de Álzaga por confirmar su teoría; de sus arriesgadas expediciones en busca de cualquier pista que le llevara hasta la Tierra; de sus enfrentamientos con piratas sin escrúpulos, pues las leyendas hablaban también de tesoros de incalculable valor relacionados con el origen de la vida humana; y de cómo finalmente Álzaga y su equipo descubrieron aquel pequeño planeta azul de legendaria memoria, cuna de la humanidad. Y eso me llevó a querer conocer la Tierra y a querer darla a conocer allende las estrellas. Y es por eso que estamos aquí reunidos, damas y caballeros; así que, coincidiendo con el quinientos aniversario de aquel sorprendente descubrimiento, me es grato inaugurar, aquí en la Tierra, este magno museo que, junto a otros similares extendidos por todos los mundos habitados de la galaxia, darán a conocer la inestimable vida de Diego Álzaga de Suffolk en pos del conocimiento de nuestro origen. (Aplausos de los asistentes al acto.) Y ahora, si me disculpan ustedes, he quedado con mi madre que, según creo, me tiene preparado uno de sus espectaculares platos de muslos de e’atkal asados con berenjenas fritas. (Risas.)

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Haiku 1770 – 1774

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Haiku 1770 – 1774

–1770–

Aun en otoño
nacen pequeñas flores
junto a los árboles.

Aun en otoño nacen pequeñas flores junto a los árboles.

–1771–

Tras la merienda
aguardan las hormigas
en el jardín.

Tras la merienda aguardan las hormigas en el jardín.»

–1772–

«Una tras otra
caen las hojas secas;
viento otoñal.»

«Una tras otra caen las hojas secas; viento otoñal.

–1773–

Nieva en la calle;
junto a la chimenea
el gato duerme.

Nieva en la calle; junto a la chimenea el gato duerme.

–1774–

Observa el gato
una avispa en otoño;
algo no cuadra.

Observa el gato una avispa en otoño; algo no cuadra.

Luis J. Goróstegui
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Csi 1187: Un trabajito

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[1187]

1187. Un trabajito

Sonó el radiodespertador. Las 0600 del sol 18 del mes local… ¡qué más daba cómo lo llamaran!… ni lo sabía ni me importaba, la verdad… en aquel remoto planetoide de nombre impronunciable en algún lugar perdido de la galaxia. Aún con los ojos cerrados alargué el brazo y agarré el libro de bitácora: «Misión 374. Día 12. Hoy tengo un día complicado. He quedado a las 1100 con un malnacido; Tras’os se llama, El Ignominioso le llaman sus ‘amigos’. ¿Cómo me he metido en este berenjenal? Bueno, de peores he salido», escribí o, mejor dicho, medio garabateé con la mirada borrosa –siempre me dicen que lo registre todo en un videolog, que es más rápido y eficaz, pero ¿qué le voy a hacer?, en eso me declaro algo anticuado, donde esté un libro de papel…–. Me duché, me vestí y bajé a la cocina de mi nave estelar: un cuchitril con cuatro cacharros donde Aroe, mi robot-cocinero, me hizo un revuelto autóctono y un café, o eso me dijo, no sé, estos alimentos modernos… ya no se come como antes. De fondo sonaba un tocadiscos: un violinista interpretaba un clásico… –sí, también prefiero los discos de vinilo–; ¡eso sí que era música, y no lo de ahora!
Todo había empezado un par de semanas antes, cuando mi jefe, Kelsmos –un gigantón gordo y malhumorado; el mandamás de aquella guarida de piratas–, me asignó un trabajito. «Será sencillo, Ahato; ya sabes, ahora con la desescalada y eso… ¡pero alegra esa cara, amigo mío, son nuevos tiempos!», me dijo con su vozarrón de ogro malayo. Me llamaba ‘amigo mío’, pero era más bien su lacayo, aunque un lacayo con cierta autoridad entre sus corsarios. El ‘trabajito’ se las traía, naturalmente, pero no podía negarme –tenía deudas y necesitaba el dinero–, al menos por el momento: debía ir al planetoide Sampwardankähl, o algo así, en el quinto pino, o más allá, ya me entendéis, donde una indeseable alimaña –el tal Tras’os– regentaba una de nuestras franquicias periféricas. El caso es que, aun habiendo firmado con sangre para subrogar el acuerdo que tenía el antiguo dueño con mi jefe, el infeliz, creyéndose alguien, había osado negarse a pagar su cuota. Y a eso iba yo: a cobrarla. Fácil, ¿verdad?
Se trataba de una franquicia muy rentable, es cierto, y de ahí nuestro interés por no quedarnos sin sus sabrosos beneficios: algo relacionado con la isoflavona y sus aplicaciones en tratamientos de cirugía estética genética transpolimórfica, tan de moda por aquellos tiempos entre la yet set.
Oculté mi nave en un rincón apartado, junto a unos manantiales de vapor it’aldusiano, lejos de la guarida de Tras’os, para evitar encuentros inoportunos con la guardia de gorilas armados que la custodiaban, y me dirigí al bunker para la reunión.
―Me siento honrado por su visita, señor Ahato, pero no era necesario que malgastara su valioso tiempo; podíamos haber llegado a un acuerdo vía holográfica no presencial –me dijo El Ignominioso con cierto tono zalamero.
―Me alegro oírle hablar de ‘acuerdo’, señor Tras’os –le respondí con una leve sonrisa.
―¡Pero por supuesto, amigo mío! –otro que me llamaba amigo mío–; al fin y al cabo la situación está clara: el negocio es mío y el señor Kelsmos no tiene ningún derecho sobre él.
―Me temo que en eso discrepamos, señor Tras’os.
―¿Y cómo me lo van a impedir, señor Ahato? –y soltó una carcajada sin gracia que hizo retemblar la mesa que nos separaba.
―Para eso he venido yo, ‘amigo mío’ –le dije sin sonreír.
―Un hombre solo… me suena a título de película –dijo Tras’os–. Mire a su alrededor y cuente: mis nueve hombres en esta sala, mi bunker, fornidos como osos; quince fuera aguardando una orden mía, y pueden venir más si los llamo; todos ellos guerreros sin escrúpulos curtidos en mil batallas y armados hasta los dientes…
Pero era evidente que todo estaba dicho. En lo que Tras’os tardó en dar la orden de matarme, yo me deshice de tres; en total tardé cuarenta y ocho segundos en aniquilar a los diez, incluyendo a Tras’os. ¿Y los hombres que custodiaban fuera?, preguntaréis: pues muertos; me había encargado de ellos antes de entrar en el bunker.
―Trato hecho, señor Tras’os –dije al irme.
A la mañana siguiente encontraron a El Ignominioso muerto desangrado en el suelo de su bunker, con la firma de Kelsmos tatuada en el pecho –era un mensaje: con Kelsmos no se juega–; y la foto de su cadáver se convirtió de inmediato en meme del año. El resto fue fácil. Cuando la noticia se hizo pública, descabezada la organización, sus gorilas y secuaces se rindieron o huyeron. Y, naturalmente, recuperamos la franquicia. Kelsmos sabía a quién enviaba a hacer sus ‘trabajitos’. Sabía que podía contar conmigo, que nunca le defraudaba. Quizá le pidiese aumento de sueldo. Sí.
Esa misma tarde escribí mi informe y se lo transmití a Kelsmos por señal de radio vía satélite –adjuntando, eso sí, un selfi mío junto a los muertos como prueba del trabajo bien hecho–, después de escanear las hojas de papel. ¿Qué queréis?, estoy chapado a la antigua.


NOTA: #Cuento «UN TRABAJITO»: Publicado en la revista digital «El Narratorio» nº70, diciembre 2021, (págs. 144-147): https://elnarratorio.blogspot.com/p/antologia-literaria-digital-nro70.html

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Csi 1186: Un asunto ruso

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[1186]

1186. Un asunto ruso

―¡Uf!… no se puede imaginar el martirio que ha sido esta última semana… ¡con decirle que acabé muerto!… –bueno, qué le voy a decir a usted, claro–. Y eso que cuando acepté el caso no pensé que fuera para tanto. Era una mujer elegante, rusa según me dijo –Tatiana se llamaba–, un tanto presumida y algo hipócrita y egoísta, la verdad –aunque eso lo supe al final–, demasiado tangencial y peripuesta para mi gusto, si me entiende, pero aquel primer día me pareció sincera. «Mi marido ha desaparecido, detective; ¡encuéntremelo, por favor!; el dinero no es inconveniente», me pidió entre sollozos; y sin más –mis honorarios no eran bajos– puse manos a la obra.
―Cuénteme, ¿qué pasó? –preguntó el psicólogo.
―Ahora lo recuerdo todo un tanto borroso, déjeme que consulte mis notas –sin duda fue un acierto mi costumbre de agendar todo lo ocurrido; o al menos los sucesos más destacados–; aún hoy me cuesta dar crédito a mis recuerdos: El tipo estaba metido en chanchullos con la mafia rusa –¡el muy idiota!–, y una mañana, mientras comía canelones a la carbonara en un barucho, llegaron dos matones armados hasta las cejas y se lo llevaron a rastras en una furgoneta sin matrícula; «eran dos malas bestias: uno, un monstruo grande como un oso; el otro, un zopilote amargado, ya me entiende», me dijo el del bar; «se lo aseguro, detective, lo vi todo de todo», añadió; y lo mismo me dijo la camarera, que ídem de ídem. La camarera… Amparo, se llamaba… estaba cañón… desde la ventana de su habitación se veía la luna… Pero, a lo que iba, disculpe: luego me vi envuelto sin comerlo ni beberlo en una guerra entre dos bandas rivales y llegaron las amenazas, las persecuciones, los tiros –los rusos no se andan con chiquitas… ¡menudos bazucas se gastan los tíos!–… El caso es que el idiota ese había acordado con un tal Sergei –un mandamás de la mafia rusa de gesto adusto– robar del museo arqueológico una importante escultura, una divinidad del período clásico de la cultura maya –fechada entre los años 550 y 950 d.C.– con un valor estimado de unos tres millones de euros, como pago a unos ‘favores’ y, ¿a que no sabe qué quiso hacer el muy fantoche?, ¡pues venderla a otros rusos!… ¡si le digo que era idiota!… o eso intentó el muy… Pero, claro, le pillaron. ¿Y a que no imagina lo mejor?… pues que la ideóloga de todo el embrollo había sido la propia Tatiana esa, que era –agárrese los machos– la mismísima hija del tal Sergei, porque, al parecer –¡y que me aspen si lo entiendo!–, quería desquitarse con su ‘papuchi’ pues éste no veía con buenos ojos su relación con el idiota en cuestión, y por eso se llegaron a casar en secreto y todo; ya ve, todo un melodrama… ruso.
―Y por eso está ahora aquí –dijo el psicólogo.
―Eso es. Entre tantos tiros de un lado y de otro, uno de ellos me dio de lleno; ya le dije antes que acabé muerto.
―Sí, no se preocupe, no es el primero que me llega en las mismas condiciones, tranquilo, este sitio no está nada mal, sólo tendrá que acostumbrarse al cambio, yo le ayudaré… Tendremos tres sesiones a la semana, con eso será suficiente; para dentro de un par de ciclos celestiales estará en condiciones de marcharse del Purgatorio.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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