Csi 1190: ‘Algo baja del cielo’ y otros cuentos sin importancia [enero-2021]

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1190. ‘Algo baja del cielo’ y otros cuentos sin importancia [enero-2021]

1190.1.- En la peluquería
Es un anochecer temprano. En el pueblo, los vecinos se atarean en sus quehaceres. Un hombre vestido de frac negro entra en la peluquería. Aguarda paciente la vez y charla amigable con los vecinos. «Sólo retocar las puntas», le dice al peluquero; al terminar, paga y se marcha. Todos le miran curiosos desde la entrada; pocas veces baja al pueblo. Es el dueño del castillo de la colina. Ninguno de ellos se ha percatado de que el hombre no se reflejó en los espejos del establecimiento.

1190.2.- Tengo mucho que decir
Tengo mucho que decir a la medianoche pues agarrar quisiera la galaxia en mis manos y beber en su honor su elixir portentoso. Lo diré una y otra vez, incluso si estás sorprendida: apunta y dispara (¡pero, por favor, no me des más golpes en el alma!) y prometo besarte el dorso de tu mano y mecerte en brazos por la eternidad y bailar al son del sol. Disperso está el ramo de flores en la superficie del lago, y una manzana cae del árbol como obedeciendo una ley divina y a punto está de darme en la cara mientras duermo tranquilo a su sombra; pues incluso si tienes la garganta seca, ¡tantas veces te lo dije!, cómo quieres que te llegue el calor de la luna llena. ¡Ah!, probablemente era Júpiter; y un dedo enhiesto en un ángulo de 45 grados marca la ruta.

1190.3.- Adiós días correctos
Adiós días correctos, pues sólo importa la temperatura corporal e incluso, si llueve, salir sin paraguas. Mira, esto es algo brillante; es, sin duda, un pobre amor. Y, si te sientes triste, ve a la azotea y mira muchas veces el mar.

1190.4.- Lo siento
La pared que veo en mi espalda está borrosa en la distancia. Por un lado está Shuhi Terayama, que viene en busca de alguien que es viejo, de alguien oculto sin necesidad de que le llamen demonio, y me pregunto si estará expuesto aún de noche; no en vano los músculos abdominales que habían comenzado a agrietarse durante marzo han vuelto a su estado original. Por otro, la familia Yoshino, que está mirando el cuenco vacío junto a los cansados platos de Año Nuevo, observan muertos de risa la niebla que desciende en la gran intersección desde cielo azul hasta alcanzar tus coletas que salvan el mundo, cariño; y no es mentira, pero quisiera aterrizar, quisiera esa familiaridad, pero estoy bromeando; y, en todo caso, quizá sea hora de que digamos adiós a la maldición de la aglomeración inútil de tanta gente cálida sin agallas para decir «lo siento».

1190.5.- Innovando que es gerundio
El siglo XXXI trajo muchos avances técnicos, como la matriz portátil de suspensión antigravitatoria que permitía que los automóviles pudieran circular, como los aviones, a gran altura pero, a diferencia de éstos, con un consumo mínimo y casi constante de combustible independientemente del tamaño del vehículo en el que estuvieran implantados –debido, al parecer, a cuestiones relacionadas con la aplicación del recientemente descubierto Principio de Equivalencia Gravimétrica–, lo cual llevó, por un lado, a considerar obsoletos –y por tanto a su casi desaparición, salvo para tenerlos en museos y así– a los clásicos aviones de propulsión; por otro, a que el tamaño de las nuevas naves antigravitatorias alcanzaran volúmenes como los de los rascacielos y mayores aún; y, por último, y quizá lo más inesperado de todo –ya se sabe que siempre hay a quien le gusta divertirse innovando o haciendo el chorra, según se mire–, a que se extendiera la moda de reutilizar para el transporte aéreo vehículos no diseñados inicialmente para tales menesteres, como, por ejemplo, vagones de trenes –ya fueran sueltos o en convoy–, casas enteras tipo chalet e incluso trasatlánticos.

1190.6.- La última esperanza
―Gramática políglota, filosofía, ética, moral… veo que tiene una biblioteca bien surtida.
En la ciudad fortificada, defensa contra los bárbaros y último reducto de la humanidad superviviente al gran estallido termonuclear, el profesor ha abierto una academia para educar en valores.
―Sí, en estos tiempos postapocalípticos es imprescindible; es la última esperanza que nos queda: instruir, formar personas de provecho, debatir…

1190.7.- El incomprensivismo
―He leído tu último cuento pero siento decirte que no lo he comprendido.
―Eso está bien. No pretendía ser comprendido, sino transmitir sensaciones, emociones; mi relato pertenece a un nuevo estilo que he creado: el incomprensivismo.

1190.8.- En el resplandor de aquel día
Fue en el resplandor de aquel día, en el que te encontré temblando como un cachorro mojado bajo la lluvia, cuando creo que escribí mi mejor poema; si lo lees sentirás su universalidad y concreción. Incluso si lo escuchas ahora podrás sentir la seriedad de su espíritu transformándote –sí, creo que es buena idea cantarlo–, abriendo en tu ser ignoto un cráter que muestre tu alma al día que amanece; y, si abres la cortina, la luz de la luciérnaga en el gimnasio desaparecerá silenciosa, pues ¿sabías que la nieve puede arder durante más de 100 millones de años? Sí, no en vano el plancton cae sobre el fondo marino cimentándonos. No digas que el motivo está en mi corazón, el acusado tiene derecho a callar. Sudoroso, cavando, mojándome, la marea está llena; dejemos de cazar la primera marea.

1190.9.- Conversando con un escritor
―Te achacan que escribes en blanco y negro.
―Puede, pero siempre pienso en color.
―Dame alguna pista, ¿cómo debo leerte?
―No leas lo que he escrito. Trata, más bien, de ver lo que he imaginado para llegar a escribirlo.

1190.10.- Asesinato en Navidad
Navideña, muy navideña, no se me presentó la semana: en principio pretendía cerrar por Navidad mi recién estrenado despacho, pero apareció una joven degollada en un callejón; y su novio –hijo de un famoso político– contrató mis servicios; pero va el comisario jefe y pretendía prohibirme que investigara –«¡esto le sobrepasa, detective Arístides, deje que nos encarguemos los profesionales!», me espetó con ese tono suyo que me sentó como un tiro, la verdad–; y fui y acepté el caso, porque nadie le dice al hijo de mi madre lo que tengo o no tengo que hacer. Soy impulsivo, sí; ¡qué le voy a hacer!, debo sufrir en la cabeza algún desfasaje.

1190.11.- Atravesando el bosque
Es un otoño frío. El frondoso bosque se tiñe de rojo y amarillo y el suelo se cubre de hojarasca y musgo. Un grupo de personas, a lomos de caballos y en carromatos tirados por bueyes, con los rostros bajos y abrigados para afrontar el viento recio y la lluvia, avanzan deprisa rumbo al pequeño pueblo colindante; cuanto menos tiempo permanezcan en el bosque mejor, pues, aunque nadie aceptaría dar crédito a ese tipo de leyendas, hay quien dice que allí habitan monstruos. El caso es que, al salir a terreno abierto y ver a lo lejos las primeras casas, todos respiran más tranquilos. Mientras, camuflados entre los arbustos y desde lo alto de los árboles, los ogros o’endcer de ojos rojos y garras de marfil les observan.

1190.12.- Arcadia
Adrede escapamos de nuestro hogar, por eso llevábamos tiempo estudiando las cartas estelares; y adrede emprendimos viaje al exoplaneta P103 –un clase Ohmnium, la mejor opción para sobrevivir–. Lamentablemente la Tierra ya no era viable; culpa nuestra, lo admito, pero ya era tarde para lamentarse. Sólo podíamos huir. Lo que vimos al llegar sobrepasó todas nuestras previsiones; ni en nuestras más optimistas utopías hubiéramos pretendido encontrar un lugar mejor: atmósfera respirable, agua, vegetación abundante e inocua, gran biodiversidad animal, campo magnético de alta viabilidad… Incluso los nativos nos acogieron pacíficamente; y debo reconocer que lo más extraordinario de aquellos seres inteligentes no era, ni por asomo, que escribieran en bustrófedon.

1190.13.- Llega una noche larga
Llega una noche larga como la cola de un pájaro de la montaña. La primavera desbordada es verano, y una misteriosa prenda blanca ondea insigne de un provenir promiscuo; mirando los tomates de Karihoan en el campo de otoño, mi ropa se está mojando de rocío.
Este día ya está gritando… Está la luna inclinada… ¡Oh, debería haber dormido más! Te dije que vinieras pronto… ¡te estaba esperando!; ya no hay tiempo, ya apareció la luna! Moshiki y los antiguos aleros Shinobu también tienen muchos viejos tiempos por vivir.
El atardecer de un arroyo en la brisa puede ser un signo de verano.

1190.14.- De una idea, un tesoro
―Pletórico, homérico; se merece la recompensa ofrecida, sin duda –dijo el rey.
Tiempo atrás, el rey había ofrecido un tesoro a quien acabara con el nido de dragones que habitaban bajo la montaña. Caballeros y gente de bien de todo el valle se habían adentrado en las cuevas para matarlos, pero todos fueron derrotados.
―Yo tengo una idea –dijo un anciano.
E, inundando las cuevas al desviar el cauce de un lejano río, todos los dragones murieron ahogados.
―¡Qué cierto es que más vale maña que fuerza! –dijo la reina.
―Y, además, ha abierto un manantial en la montaña y, de un páramo seco, ha conseguido un valle de cosecha ubérrima.

1190.15.- En reguero abandonado
Parece que hay un pantano, en reguero abandonado, por donde un niño entra de soslayo en la habitación de al lado y la atraviesa gritando entre sueños o pesadillas acaso; y, sin pretenderlo –y mojado por la nevada imprevista–, descubro mi cabello húmedo y bello, y que la nieve, transformada en aguanieve y ésta en lluvia, me escucha cuando le discurro de la vida y paseo entre ella con paso superfluo y esquivo. Sin embargo, cuanto más me concentro en este hermoso día, más noto cosas que no encajan. Y tú, que parece que disimulas pero que estás mirando la visión nocturna de todas las flores esparcidas, no te demores en recoger las frutas podridas y los cuerpos viejos, pues la duda está tocando ya el piano en la habitación en la parte de atrás de mi cabeza izquierda y la canción que ella arrastra a ritmo demente no es una arabesca fugaz de filigrana y oro, sino un locuaz guijarro de farándula loca.

1190.16.- Con lágrimas
Agendar acaso se propuso el arqueólogo la insondable belleza incólume de las sombras efímeras de aquellas ruinas enterradas de otros tiempos; mas, obnubilado por tanta magnificencia eterna –con las manos aún temblorosas y la mirada borrosa por la emoción, incapaz ni siquiera de agarrar firme su lápiz de mina negra para plasmar en trazos fugaces aquellas sublimes piedras–, sólo con las lágrimas que de sus ojos se desprendían alcanzaba a expresar en su justa medida la gratitud que sentía al haber hallado tal yacimiento maya.

1190.17.- Nuestro hijo
―Mamá, ¿qué es eso blanco que cubre todo el suelo?
―Es nieve, cariño. Cae del cielo como la lluvia pero es más fría; anoche estuvo nevando. Si quieres, luego salimos a la calle a jugar con ella.
―Me gustaría, sí, mamá.
Arturo mira asombrado por la ventana. Es la primera vez que ve la nieve. Hace dos semanas lo encontramos acurrucado en un vertedero de electrodomésticos, medio deshecho, y nos lo trajimos a casa. Hemos hecho lo que pudimos y, aunque recuperamos satisfactoriamente la servomecánica de su cuerpo, no hemos podido hacer lo mismo con su sistema cognitivo y no nos ha quedado más remedio que resetearlo. Antonio y yo tenemos una tienda-taller de electrónica y robótica así que nos ha sido relativamente sencillo repararle. Ha despertado esta mañana y desde que nos ha visto nos trata como si fuéramos sus padres –incluso nos llama mamá y papá; supongo que viene así en su placa base–. Mañana le instalaremos en su módulo neuronal una base integral de datos. Lo cierto es que el hecho de que no podamos tener hijos nos hace que consideremos a Arturo como nuestro hijo, a pesar de que sea un robot de dos metros de altura.

1190.18.- Conversaciones de salón
―¡Zopilote!… querida, ¡¿tú te crees?!… ¡tuvieron la insolente desfachatez de llamarnos zopilote!… ¡¡a nosotros!!
Lady Calrissian, la señora del castillo, hacía esfuerzos por contener su más que justificada cólera.
―Ya no sé dónde vamos a ir a parar, Eleanor; ¡se lo merecían, sin duda! –asentía apesadumbrada, a su lado, milady de Norfolk.
―¡Ya lo creo!… ¡unos jóvenes insolentes, eso es lo que eran!, burlándose de nuestra noble alcurnia… ¡y tirándonos huevos a las ventanas!… ¡gamberros!…
―¿Y teníais espacio suficiente en la nevera para los tres?
―Oh, por supuesto… aunque vamos a estar comiendo carne de vecino entrometido el resto del mes… con lo divertido que es cazarlos, ¡uf!

1190.19.- A la luz de las antorchas
A la luz de las antorchas la esperanza da su último suspiro cual latido del corazón moribundo de generosa forja de espadas de héroes de antaño; pues, al son de un desfile marcial, marcha solemne la tropa mientras, despacio, la incandescencia eminente de la sublimidad ostensoria redime inmisericorde, cual elevada cúspide de agrietados peñascos, la eterna gratificación de los hijos de los mil ángeles.

1190.20.- ¡Cataclismo en el embalse!
―«”Fantoche”, “energúmeno”, “troglodita”, “subnormal” y “escafoides desquiciado” fueron algunos de los despectivos apelativos con los que maese castor padre abroncó a maese oso hijo al paso de éste a todo galope sobre el embalse helado provocando grandes desperfectos en la presa construida por el clan castor». Aquí Mapache Gris, desde el Bosque Ruiseñor, informando en exclusiva de las últimas noticias tras la gran helada. Seguiremos indagando… ¡Atención, nos llega un último boletín!: «Afortunadamente no ha habido que lamentar ninguna víctima castoril, pues, en un espectacular giro de los acontecimiento, maese oso hijo pudo desviar su alocado galope al hacer palanca con un tronco viejo y tomar in extremis una ruta tangencial».

1190.21.- Extinción
El día amaneció como cualquier otro, con los postes de la luz con sus líneas amarradas a los discos aisladores, sus fusibles, sus transformadores, sus cables neutros con sus aisladores de cerámica y sus correspondientes acometidas, inmóviles junto a los edificios y sus sombras dibujando filigranas en las fachadas y el suelo; y, en las casas, los electrodomésticos; y, en los edificios gubernamentales, los compresores, transformadores industriales y todos los instrumentos que proporcionan luz y electricidad a las ciudades…; nada hacía presagiar el horror que estaba por venir. Y el día prosiguió y atardeció y anocheció, pero aquella noche el sol explotó, no como para destruirse pero sí como para que una ola de plasma solar arrasara la Tierra provocando una tormenta geomagnética de proporciones nunca vistas que no sólo dañó los satélites, los transformadores eléctricos –dejando bloqueadas y a oscuras las ciudades– y las radiocomunicaciones –incomunicándolas entre ellas–, no, sino que, y lo que fue más extraordinario de todo, afectó a las mismísimas entrañas cuánticas de toda la electrónica del planeta, de modo que, al amanecer del día siguiente, ésta había cobrado vida, vida electrónica, pero vida al fin y al cabo, y nos atacaron. Fue como si los electrodomésticos y cualquier dispositivo eléctrico sufrieran una mutación genética en su infraestructura cuántica; y, así, las cafeteras, los microondas, los secadores de pelo, las lavadoras y lavaplatos, incluso los postes de la luz o los transformadores industriales y demás objetos de las ciudades generaron su propia inteligencia, sus propias extremidades móviles y… no puedo seguir… todo es horroroso… Dejo este biolog para que cuando esta guerra acabe, si hay supervivientes, sepan qué pasó y porqué. Cada vez quedamos menos… Es la extinción… ¡Dios, ayúdanos!… Ahora tengo que huir, un grupo compresores me están acorralando y quieren matarme…

1190.22.- Europrohibición
―Mamá, ¿me aumentas la paga?
―No puedo, es que Bruselas no me deja.

1190.23.- Una vez en la vida
―Canelones rellenos de cecina de chivo lechal malagueño, con bechamel, espuma de manzana reineta del bierzo y crujiente con ensalada, de primero; una pieza de ternera asturiana con verduras encurtidas, de segundo; y de beber, un rioja voché –fermentado en barrica; 70% Viura, 30% Chardonay–… todo excelente.
―No te digo que no, ¡pero a qué precios!
―¡Hombre, una vez en la vida…! Ya sabes lo que dicen: «Carpe diem, quam minimim credula postero*».
―Sí, que la vida siempre asombra.
―Es ley de ídem.

[*«Carpe diem, quam minimim credula postero», que podemos traducir como: «Aprovecha el día de hoy; confía lo menos posible en el mañana».]

1190.24.- Te vi mañana
En mis recuerdos –o en mis sueños, no sé– te vi mañana nadando entre los rayos entrecruzados de dos soles de mermelada encurtida fermentada en barrica y bañada en rioja voché; mientras, el murmullo del eco escribía letras perdidas en orillas olvidadas.

1190.25.- Los zombis no se vacunan
Los zombis no se vacunan; ya están muertos.

1190.26.- El colmo de la publicidad
Animan a leer un libro aduciendo que es el libro de cabecera del personaje principal de la serie de ficción con más renombre de la TV.

1190.27.- El clan Dascălu
―¿Abuelo, estos de la foto son el clan Dascălu del que nos hablaste; el que ayudaste a escapar de la cárcel en Transilvania?
―¿Eh?… ¡ah, sí!… los veintitrés.
―¿Pero aquí sólo se ven catorce?
―Sí, los que no eran vampiros; ¡menuda familia!

1190.28.- Algo baja del cielo
―La experiencia es un grado.
―Sí, la vida es una prueba. Somos como los astronautas que exploran por primera vez un nuevo planeta; de hecho es así literalmente, pues ¿qué es si no la Tierra? No sabemos lo que nos vamos a encontrar y, sin embargo, seguimos caminando; por eso quien disfruta de más tiempo para indagar tiene mejor perspectiva para decidir el camino que quiere tomar.
―No puedo estar más de acuerdo contigo. Además, a poco que hayas aprendido te das cuenta de que los obstáculos que encontrarás difieren poco de los ya superados.
―Por eso yo ya no pido lo que sé que no se me puede dar, ¿para qué amargarme la vida?
―Yo, como San Francisco de Asís, necesito pocas cosas y, las pocas que necesito, las necesito poco.
―Acertada decisión, sin duda.
Los dos ancianos caminan despacio por el malecón del puerto. Amanece y el sol refulgente ilumina el horizonte como quien da la bienvenida a un miembro querido de su familia.
―Mira, algo baja del cielo –dice uno de ellos señalando a las nubes.
―¿Crees que es lo que creo que es?
―Sin duda. ¿Se lo decimos al alcalde?
―Na, ya se dará cuenta si atacan.
―¿Atacarán?
―Ni idea. Puede que no, pero tampoco podemos hacer nada para evitarlo; ya veremos.
―Se te ve tranquilo.
―Es que he vivido mucho.
―Bien decías tú que la experiencia es un grado.
―Bueno, vamos a desayunar.
―Vamos, que hoy dan en la residencia ensaimadas de cabello de ángel.

1190.29.- La granja
Subrogar la granja haciéndome cargo del negocio familiar, a eso me dedico. No, no me quejo, al contrario; de pequeño siempre había querido criarlos cuando fuera mayor. Mi abuela Marta –tenía visión de futuro, sin duda– fue la que los cazó siendo aún unas revoltosas crías; y, aunque en un principio no le veíamos futuro, el negocio resultó ser francamente rentable. El caso es que les conozco por su nombre y ellos, aunque os resulte increíble, me consideran como su jefe de manada, o algo así –ahora tenemos ya treinta y tres enormes cocodrilos, ¿quién lo diría?–; incluso tengo con cada uno de ellos un selfi.

1190.30.- Meme dar’ho de alabastro
Meme dar’ho de alabastro, así los llamamos; y, aunque de alabastro, ni por asomo podían ser un meme, pero así suceden las cosas, qué le vamos a hacer. En el 3173 d.C. detectamos un satélite en rumbo 4316,10637 y decelerando; evidentemente era alienígena y fuimos a ver. Era ciclópeo, repleto de túneles como un gruyer y en cada una de las que supusimos habitaciones encontramos un objeto de aquellos –el hijo del comodoro los vio y dijo: «mira, papá, parece un meme», y con ese nombre se quedó–. A los aliens les llamamos Dar’ho, como el alienólogo que los descubrió. Finalmente descubrimos que los extraterrestres los usaban como radiodespertador.

1190.31.- Un mundo insospechado
Aquel mundo era insospechado. Algunos puntos geográficos permanecían perennes cubiertos con sólo un metro de mar oceánica –incluso lo que antaño fuera tierra adentro– de modo que en las estaciones los tiburones deambulaban en lugar de los trenes del pasado. En otros, la gravedad jugaba con la gente y les permitían caminar levitando centenares de metros sobre la superficie del planeta de modo que los pasos de cebra de antes, que alternaban el tránsito de vehículos y personas, eran ahora vías por las que circulaban únicamente seres humanos, mientras que, bajo ellos, buceaban ballenas, tigres acuáticos e infinidad de criaturas submarinas de nombres imposibles. Como signo indecible se daba también, por ejemplo, la paradoja de que junto a lagos sin fin en cuyas profundidades yacían gigantes de piedra como custodios de tesoros sacros, de una sola amapola, fruto de técnicas policrómicas obtenidas de seres de otros mundos, surgían, cual fuente de manantial milagroso, prados multicolores de seres florales en otros tiempos considerados hadas o duendes; o que la ciudad fuera un concepto obsoleto y el dinero innecesario –y no estoy mintiendo–. A simple vista podía parecer que la vida se rebelaba y que la felicidad fuera por fin una realidad alcanzada –como antaño había sido un espejismo idealizado–; pero nada más lejos de la realidad, pues nunca como ahora los espantapájaros habían llegado a ser eco glorioso de valles portentosos. Sí, así era ahora la Tierra, y en ella vivíamos la nueva humanidad.

1190.32.- Conversaciones conyugales
―Isoflavona U’tiahin es una famosa diva del bel canto. Dicen los entendidos que su voz es capaz de provocar el arrobamiento del cuerpo astral del que la escucha.
―No he oído hablar de ella.
―Incluso es capaz de cantar en frecuencias inaudibles para el oído humano.
―Pues si no la podemos oír, ¿para qué ir a verla?
―Es que también canta en otras frecuencias.
―Ah, bueno. ¿Y de dónde es?
―No es humana. Tiene seis brazopiernas y es natural del planeta Mos’ad’eyt, en el sistema Atad’ii, a 103 años luz de distancia.
―Pues nos pilla algo lejos. ¿Y de qué la conoces?
―De nada, cariño; lo estoy leyendo en un libro.

1190.33.- Desescalada contractual
Desescalada contractual, lo llamaron; un eufemismo como otro cualquiera, pues un gobierno progresista «nunca promueve el conflicto social». ¡Ja! De hecho la guerra continuaba al mismo ritmo, o incluso mayor. Las bombas caían sin descanso, ora aquí, ora allá, mientras el enemigo, inmisericorde, permanecía invisible… bueno, hasta aquella mañana en que me topé con uno de ellos –entonces comprendí la amarga verdad: que las bombas eran ‘fuego amigo’ y que nuestro gobierno mantenía la guerra con un enemigo ficticio sólo por ambición política y rédito económico; ya sabemos cómo se las gastan, ¿verdad?–. Todo eso lo supe al comprender la súplica de paz que emanaba de su mirada.

1190.34.- Un son nostálgico
Las copas desnudas de los árboles saludan osadas al sol que amanece y el invierno avanza; al atardecer se escuchan voces de niños jugando en el parque y la tarde se hace noche; el sonido del fondo de la oscuridad evoca un son nostálgico, como un rumor que vaga entre las hojas.

1190.35.- Saboreando un té
Saboreando un té que no puedo parar y se enfría en mis manos, con el llanto que pensé que estaba gritando y fue interrumpido por una tos repentina, ese sentimiento; y los pétalos que se muestran marchitos mientras florecen, ríen, pues moriré pronto.

1190.36.- Cotilleando con famosos
Año 3021. La ciencia ha avanzado que es una barbaridad y gracias al éxito en la conservación en formol de la cabeza –registros neuro-cerebrales incluidos–, los realitis de celébritis en holo-TV siguen contando con los mejores invitados, aún tras su muerte.

1190.37.- La tienda de la esquina
Coroto sobre coroto, ¡sí, hombre!… ¿no recordáis aquella tienda de la esquina de escaparate mohoso y fachada de madera labrada con filigranas amenazadoras? Se amontonaban objetos extravagantes de todo tipo: dragones escupefuego de piedra policromada aún calientes al tacto; la cabeza disecada de un tiranosaurio rex colgando sobre la chimenea de la tienda, al fondo; viejos tarros de cristal turbio conteniendo embriones muertos en formol de criaturas desconocidas para la ciencia que juraría que se movían al tocarlos; calaveras de afilados colmillos; el ataúd egipcio de un faraón maldito, según me aseguró el anciano dueño de la tienda… Pues bien, ha desaparecido, cimientos incluidos. ¡Lástima, le tenía una afición!

1190.38.- Requisitos de misión
Resiliencia en grado sumo al 103,5% era el requisito imprescindible que debían alcanzar los candidatos en la varianza transmimética para solventar con éxito la misión T130R, a costa, si no, de morir de forma atroz en el intento si el escudo personal Om’shy de vacío no mantenía dicha catalogación al menos ¾ de ciclo. Por tanto sólo los agentes excepcionales serían seleccionados. El viaje en sí era peligroso –aunque para ello se había escogido una nave clase Sch’osund por lo que por esa vertiente no debía haber problema ninguno–. Sin embargo lo más arriesgado era, sin duda, la permanencia en el entorno hostil de aquel inhóspito planeta el tiempo concertado para recopilar las muestras autóctonas de biodata requeridas para dar por satisfecha la misión encomendada; así como defenderse de un más que posible ataque por parte de la salvaje población nativa en caso –Os’tan no lo quiera– de ser descubiertos. Era por ello que el camuflaje biosimbiótico necesario para pasar desapercibido entre la población aborigen –de cara a la futura recolección del ganado humano en su pequeño planeta marino– requería un temerario nivel 394 en la escala de sostenibilidad epidérmica lívida.

1190.39.- Como si al alba
Como si al alba el sol gritara tras su cíclico viaje
de un escalofrío el verso clama
y del lago la dama bruja surge en calma
mas no en quietud se desvela.

En la neblina se oculta en sigilo
la amarga hiel que en su corazón habita,
senda inquieta de rumbo efímero
cual ofidio ígneo de intención inconfesa.

¡Atrás, leviatán inmundo!, grité al verla;
¡retrocede, Belcebú de mil rostros a cual más oprobioso!, insistí espada en ristre;
y ella, en ademán inquietante, rióse desvergonzada,
y, dándome la espalda, se hundió, ruin, en sus aguas negras.

Mas, en el último suspiro
de mis ansias resurgiendo,
lancela un dardo y a su corazón herí de mortal herida.
¡Aaahhh!, gritó ella,
y en su retorcida mueca se desangró toda ella.

Muerta estaba la dama bruja,
muerta –la maté, sí–, muerta estaba,
y una fiesta de consuelo celebramos en la ciudad,
¡pues muerta, muerta está!, gritamos a una.

1190.40.- Acorazado Potemkin
―¿Alcoholímetro cenital?
―Marcación 0,374 ciclos, capitán, y estable a 70 pics.
―Activen vórtice de gravitación y’emunt y ajusten cinturón de iones al 63%. Plasma en fusión. Agujeros de gusano en posición tangencial. Vacío positrónico.
―Capitán, desajuste matricial al 5%.
―Disminuyan compresores de tugsteno 3,5 marcas; abran válvulas de escape; cierren clavijas thern.
―Recuperados niveles de varianza subsónica, capitán.
―Bien. Ajusten coordenadas del objetivo.
―Asteroide en visor en 14 segundos.
―A mi orden.
―Sí, capitán. En posición en 3, 2, 1…
―¡Fuego!
El cañón disparó el rayo de gravitación.
―Asteroide volatilizado, capitán.
―Comprueben calibrado de residuos.
―Sólo quedan escombros, capitán; nube de asteroides densidad 0,347 o’omas.
―Perfecto. Nuevo rumbo; destino: planeta Eleëre.
―Nuevo objetivo en 107 ciclos, capitán.
La prueba de tiro había sido un éxito. El cañón de gravitación del acorazado espacial Potemkin VII era el arma definitiva. El planeta Eleëre, guarida de los rebeldes opuestos al tiránico poder del señor feudal Cha’kel’ar, duque de Em’ler, señor del cuadrante galáctico Umyd-37, sería volatilizado de igual modo. Satisfecho, el capitán se detuvo unos segundos ante el mapa estelar y marcó la posición del planeta Eleëre con un premonitorio doble asterisco.

1190.41.- Café con bollos
―¿Café? –preguntó el camarero al atender al cliente.
―ⱦ₩₡₲⃝₪₮Ⅎₔ₇⅟ⱦ –repitió el turista intentando vocalizar mejor.
El extranjero vestía y actuaba raro, pero el camarero no quería echarlo del bar, para un cliente que entraba a consumir…; con lo de la pandemia no estaban como para desperdiciar clientes, así que insistió.
―¡Manolo, échame un cable, a ver si le entiendes tú que sabes idiomas!
―Good morning, bonjour, buenos días, caballero, ¿qué desea tomar el señor? –preguntó Manolo con su mejor sonrisa.
El turista levantó la mano como pidiendo paciencia, y, leyendo en lo que parecía ser una tablet, dijo vocalizando lentamente: «Watashi no sen’yō no ionka purazumakyaburetā wa arimasu ka?»
―¿Eso es japonés? –se dijeron alucinados los dos camareros.
El extranjero sonreía bobalicón.
―¡Esto, España; nosotros no japonés! –dijo Manolo elevando el volumen de voz.
El cliente volvió a pedir paciencia y tecleó en su tablet.
―Disculpen, soy… perdido. ¿Tener… vos… carburador de plasma ionizado para nave? –dijo esta vez el cliente en español señalando al cielo.
―¡Eso quizá en una gasolinera… ga-so-li-ne-ra!… ¡a-quí-no!
Y el extranjero hizo una mueca y se marchó. Manolo, decepcionado, tachó de su libreta el «café con bollos» que había apuntado con un lapicero.

1190.42.- Invitados de la niebla
En el silencio de una noche profunda, caminando juntos, levitando quizá, o corriendo o andando acaso, detenidos aquí o allá rastreando las pistas que el ayer nos dejaba, llegamos al lugar que se nos ocultaba –como invitados secretos de la niebla de la mañana–, y que el camino nos apuntaba; un lugar deslumbrante y hermoso y con una luz que desvelaba el alma dormida. «¿Qué ilumina la luz de la luna redonda y plateada que flota en el viento frío del cielo?», escuchamos a la voz decirnos. «Más allá de las letras que escribís mirad y veréis la reacción de un ser querido, y escucharéis un sonido de piano y el mar rompiente que os invita a hundiros en él», añadió el susurro. «Pero ya es tarde en la noche, debo dejarlo aquí, pues no en vano estáis un poco más cerca que antes de conseguirlo, cuando sólo hablabais de cosas casuales y apenas veíais el amanecer en el fondo del agua. Con Dios», y el sol del amanecer nos deslumbró y nos hizo volver a esas mañanas de respirar de a poquitos.

1190.43.- Aquelarre nocturno
En un maizal quejumbroso, una noche somnolienta, al compás de un quejío arrabalero, un susurro malicioso rompe la serenidad de un recoleto lugar apartado del bullicio, y tres gatos negros de maullido tenebroso deambulan acechantes alrededor de un espantapájaros de sonrisa macabra y mirada siniestra. «¡Que el velo pudoroso, que la niebla criminal oculta a sabiendas, rasgue por ventura el azar del siniestro huracán que nos convoca!», grita el primero de los gatos transformado en dama bruja tuerta; «¡que la esencia de lo profundo agriete sin reparo la crucial concurrencia que el hado concupiscente anhela alcanzar con nuestra pérfida brujería!», se desgañita la segunda arpía de felinos ojos; «¡que el relámpago furioso, de maléfico encanto y afilado filo, cual semblante espectral de reflejo efímero y mortal, retumbe lúgubre y funesto en nuestro ser inmortal y nos haga llaves de la puerta del destino!», chilla y se retuerce la tercera alimaña. «Es la hora, hermanas», se dicen al unísono las tres con su voz aguarrentosa y su sibilina mirada, y, con funestos gestos y palabras arcanas, pronuncian el conjuro al son de los truenos sin lluvia que retumban portentosos. Las tres son jóvenes a pesar de sus arrugas y sus canas; las tres fueron hermosas, mas las tres se aficionaron a las artes oscuras y se dislocaron la conciencia y el alma, pues, de todos es sabido que sin remedio se cumple que, cuando el hechizo entra por la puerta, el sentido común sale por la ventana.

[FIN]

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Haiku 1775 – 1779

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Haiku 1775 – 1779

–1775–

El viento agita
las hojas aún verdes;
algunas caen.

El viento agita las hojas aún verdes; algunas caen.

–1776–

Tras la nevada;
un muñeco de nieve
bien abrigado.

Tras la nevada; un muñeco de nieve bien abrigado.

–1777–

Sólo la lluvia
de otoño despabila
al caracol.

Sólo la lluvia de otoño despabila al caracol.

–1778–

Un árbol seco
aún da brotes verdes
en primavera.

Un árbol seco aún da brotes verdes en primavera.

–1779–

Lluvia de otoño;
caminando despacio
por donde llueve.

Lluvia de otoño; caminando despacio por donde llueve.

Luis J. Goróstegui
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Csi 1189: Espíritu humano

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[1189]

1189. Espíritu humano

―Profesor, ¿cómo son los extraterrestres? –me preguntó uno de los escogidos.
―Verás, Arturo, son la cosa más inaudita que he visto nunca; me es difícil describirles. Son altos como una jirafa. Los alienólogos que los han estudiado dicen que es debido al exoesqueleto bioprotector que llevaban, y suelen desplazarse como acurrucados, casi aplastados, al menos así se movían cuando nos atacaron, aunque es posible que fuera a causa de nuestra mayor gravedad. Fuera de su bioescafandra, por así decir, tienen la tez lívida y, al erguirse… de noche sus cuerpos son bioluminiscentes… No tienen pelo, y sus ocho brazopiernas… Cómo os lo diría. No tengo aquí ninguna foto o video de ellos… Hanna, acércame el lapicero holodifusor –le pedí–, a ver si con un bosquejo os hacéis una idea. Recordarme que mañana os traiga alguno de los documentales que hemos editado sobre ellos.
Mis alumnos se arremolinaron a mi alrededor, con los ojos abiertos como platos, asombrados por lo que estaba dibujando: aliens con ojos como de muerto, sus incontables dientes como dislocados, su lengua bífida…
―¿Realmente son así, profesor? –me preguntó Inés con la voz asustada.
―Sí, así son. Pero tranquila, Inés, no temas, que ya se fueron –le dije.
Lo cierto es que les vencimos, si es que a eso se le puede llamar victoria.
Su llegada nos cogió por sorpresa. Era una mañana gris de octubre. Cuando los satélites les detectaron ya era demasiado tarde. La guerra duró cinco años. Fue atroz. Y, sin embargo, finalmente logramos destruir sus naves. Todas. El precio que pagamos fue, no obstante, excesivo: media Tierra devastada y, con ella, el holocausto de ¾ de la humanidad. No impedimos, sin embargo, que enviaran un último mensaje a su planeta de origen dando nuestras coordenadas y pidiendo refuerzos. Por eso sabemos que regresarán y lo harán más fuertes; y también sabemos que no seremos capaces de vencerles una segunda vez. Será nuestra extinción. Logramos averiguar, eso sí, que tardarían en llegar unos quince años. Es el tiempo que teníamos para prepararnos a morir.
Sin embargo, llamadlo espíritu inconformista, o invencible, o heroico, o simplemente espíritu humano, el caso es que no nos dimos por vencidos y nos dispusimos para la lucha. Y lo primero era conocer al enemigo. Aprendimos mucho de las autopsias que les practicamos: el alcoholímetro nos reveló sus hábitos alimentarios; su segundo corazón y sus tres estómagos nos hablaron de la gravedad y biodiversidad de su planeta natal; sus garras, de sus habilidades en la caza e insaciable voracidad, y así supimos también de sus puntos débiles. De sus propulsores estelares aprendimos a aplicar nuevas tecnologías que nos servirán en la futura lucha, con las que aprendimos a construir armas más potentes, nuevas naves más rápidas… De eso hace ya cuatro años.
A mis alumnos les suelo decir que el trabajo bien hecho siempre trae algún regalo, y, en nuestro caso, nos trajo todo un planeta. Naturalmente en estos años ha aumentado nuestra afición a observar las estrellas –supervivencia obliga– y, como premio a nuestros desvelos, localizamos un exoplaneta –el Hauss 37– oculto en una lejana nebulosa con las condiciones de habitabilidad precisas para que la humanidad pudiera sobrevivir en él. Al conocer que teníamos una puerta de escape a nuestra desventura, la gente sólo pudo deschavetarse de alegría y nuestros niveles de resiliencia alcanzaron máximos históricos; era como vivir en un mundo berlanguiano. Al menos de momento, porque el tiempo se nos echaba encima. Marcada con un asterisco nuestra fecha de caducidad, pronto nos dimos cuenta de que los menos de diez años que nos quedaban hasta la llegada del enemigo eran insuficientes para construir las naves necesarias para trasladar a toda la humanidad superviviente a nuestro nuevo hogar.
―¿Es por eso que fuimos elegidos, profesor? –me preguntó otro de los escogidos.
―Sí, Esteban, así fue –le respondí.
Sólo cabía una opción: seleccionar para el viaje a Hauss 37 –al que ahora llamamos Tierra 2– sólo a aquellas personas relevantes para asegurar la continuidad de la especie humana.
―Profesor, ¿y usted viene con nosotros? –me preguntó una joven pelirroja.
―No, Leonor, no puede ser –le respondí con una sonrisa–; habéis sido elegidos los mejores. Sois un total de quince mil personas de todas las profesiones, credos e ideologías, razas y culturas, de un rango de edad entre los 15 años –vosotros– y los 50 –los mayores–; mujeres y hombres de los que resurgirá la nueva humanidad. Vuestra nave, basada en nuevos principios científicos alienígenas, estará terminada en unos cinco años; mientras tanto seréis formados en diversas escuelas y universidades. El resto, como coroto en vanguardia, seremos vuestro escudo y permaneceremos aquí, en la Tierra, y, cuando llegue el momento, lucharemos a muerte sabiendo que la humanidad aún tiene un futuro en vosotros. Y ahora, ¿quién me acompaña al bar a tomar un piscolabis? Invito yo.
―¿Y café? –me preguntó Nicolás.
―Vale, pero descafeinado –le respondí entre risas de sus compañeros.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Csi 1188: Redescubriendo la Tierra

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[1188]

1188. Redescubriendo la Tierra

Tendría unos doce años la primera vez que oí hablar de Diego Álzaga de Suffolk y del planeta Tierra. El colegio nos había llevado al museo de ciencias y allí vimos un documental sobre él y su increíble descubrimiento.
―¿Qué hay de comer, mamá? –le pregunté a mi madre cuando regresé a casa.
―Muslos de e’atkal asados con berenjenas fritas, tus preferidos.
―Mamá, ¿es cierto que existe la Tierra?
―Sí, cariño.
―En el museo nos han contado que Diego Álzaga fue un explorador galáctico muy valiente –su lema era: «Sigue el camino adonde te quiera llevar»–; y que se enfrentó a las autoridades de su época cuando propuso la Teoría de la Tierra, y que estuvo en la cárcel y que a punto estuvieron de ejecutarle por alta traición y herejía. ¿Es cierto?
―Sí, hijo. En aquellos tiempos contradecir la Ley de Vida estaba muy castigado.
―¿La Ley de Vida, mamá?
―Verás, Einëe, en aquella época se pensaba que la humanidad era el resultado de la uniformidad genética lograda entre las diversas civilizaciones que poblaban la galaxia, de modo que, con el paso del tiempo… de mucho tiempo… al irse interrelacionando y mezclando entre ellas, llegaron a ser como eran entonces; y esa creencia se convirtió en la Ley de Vida. Sin embargo Diego Álzaga, y otros como él, comenzaron a hacerse preguntas y a poner en cuestión dicha ley, pues había cosas que no encajaban: discrepancias genéticas, paradojas, la propia existencia de alienígenas no humanos… y cosas así.
―Entiendo. Por eso persiguieron a Álzaga; por defender la Teoría de la Tierra según la cual nosotros… bueno, nuestros primeros antepasados… es decir, la vida humana… surgió en un solo planeta, la Tierra, y de ahí se fue expandiendo por toda la galaxia.
―Exacto.
―Pero, mamá, si realmente la humanidad procedemos de la Tierra, ¿cómo es que llegamos a olvidarlo?, ¿por qué olvidamos la Tierra?
―Bueno, la galaxia está en expansión y los planetas están muy lejos unos de otros, Einëe, y, al expandirnos, la distancia, el paso del tiempo, las guerras, la propia historia de cada planeta… hizo que nos fuéramos olvidando de nuestro origen. ¿No te pasa a ti que pierdes el contacto y llegas a olvidar a los amigos que conociste durante las vacaciones?…
Sí, damas y caballeros, aquella visita al museo marcó mi vida. Luego supe de los ímprobos esfuerzos de Álzaga por confirmar su teoría; de sus arriesgadas expediciones en busca de cualquier pista que le llevara hasta la Tierra; de sus enfrentamientos con piratas sin escrúpulos, pues las leyendas hablaban también de tesoros de incalculable valor relacionados con el origen de la vida humana; y de cómo finalmente Álzaga y su equipo descubrieron aquel pequeño planeta azul de legendaria memoria, cuna de la humanidad. Y eso me llevó a querer conocer la Tierra y a querer darla a conocer allende las estrellas. Y es por eso que estamos aquí reunidos, damas y caballeros; así que, coincidiendo con el quinientos aniversario de aquel sorprendente descubrimiento, me es grato inaugurar, aquí en la Tierra, este magno museo que, junto a otros similares extendidos por todos los mundos habitados de la galaxia, darán a conocer la inestimable vida de Diego Álzaga de Suffolk en pos del conocimiento de nuestro origen. (Aplausos de los asistentes al acto.) Y ahora, si me disculpan ustedes, he quedado con mi madre que, según creo, me tiene preparado uno de sus espectaculares platos de muslos de e’atkal asados con berenjenas fritas. (Risas.)

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Haiku 1770 – 1774

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Haiku 1770 – 1774

–1770–

Aun en otoño
nacen pequeñas flores
junto a los árboles.

Aun en otoño nacen pequeñas flores junto a los árboles.

–1771–

Tras la merienda
aguardan las hormigas
en el jardín.

Tras la merienda aguardan las hormigas en el jardín.»

–1772–

«Una tras otra
caen las hojas secas;
viento otoñal.»

«Una tras otra caen las hojas secas; viento otoñal.

–1773–

Nieva en la calle;
junto a la chimenea
el gato duerme.

Nieva en la calle; junto a la chimenea el gato duerme.

–1774–

Observa el gato
una avispa en otoño;
algo no cuadra.

Observa el gato una avispa en otoño; algo no cuadra.

Luis J. Goróstegui
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Csi 1187: Un trabajito

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[1187]

1187. Un trabajito

Sonó el radiodespertador. Las 0600 del sol 18 del mes local… ¡qué más daba cómo lo llamaran!… ni lo sabía ni me importaba, la verdad… en aquel remoto planetoide de nombre impronunciable en algún lugar perdido de la galaxia. Aún con los ojos cerrados alargué el brazo y agarré el libro de bitácora: «Misión 374. Día 12. Hoy tengo un día complicado. He quedado a las 1100 con un malnacido; Tras’os se llama, El Ignominioso le llaman sus ‘amigos’. ¿Cómo me he metido en este berenjenal? Bueno, de peores he salido», escribí o, mejor dicho, medio garabateé con la mirada borrosa –siempre me dicen que lo registre todo en un videolog, que es más rápido y eficaz, pero ¿qué le voy a hacer?, en eso me declaro algo anticuado, donde esté un libro de papel…–. Me duché, me vestí y bajé a la cocina de mi nave estelar: un cuchitril con cuatro cacharros donde Aroe, mi robot-cocinero, me hizo un revuelto autóctono y un café, o eso me dijo, no sé, estos alimentos modernos… ya no se come como antes. De fondo sonaba un tocadiscos: un violinista interpretaba un clásico… –sí, también prefiero los discos de vinilo–; ¡eso sí que era música, y no lo de ahora!
Todo había empezado un par de semanas antes, cuando mi jefe, Kelsmos –un gigantón gordo y malhumorado; el mandamás de aquella guarida de piratas–, me asignó un trabajito. «Será sencillo, Ahato; ya sabes, ahora con la desescalada y eso… ¡pero alegra esa cara, amigo mío, son nuevos tiempos!», me dijo con su vozarrón de ogro malayo. Me llamaba ‘amigo mío’, pero era más bien su lacayo, aunque un lacayo con cierta autoridad entre sus corsarios. El ‘trabajito’ se las traía, naturalmente, pero no podía negarme –tenía deudas y necesitaba el dinero–, al menos por el momento: debía ir al planetoide Sampwardankähl, o algo así, en el quinto pino, o más allá, ya me entendéis, donde una indeseable alimaña –el tal Tras’os– regentaba una de nuestras franquicias periféricas. El caso es que, aun habiendo firmado con sangre para subrogar el acuerdo que tenía el antiguo dueño con mi jefe, el infeliz, creyéndose alguien, había osado negarse a pagar su cuota. Y a eso iba yo: a cobrarla. Fácil, ¿verdad?
Se trataba de una franquicia muy rentable, es cierto, y de ahí nuestro interés por no quedarnos sin sus sabrosos beneficios: algo relacionado con la isoflavona y sus aplicaciones en tratamientos de cirugía estética genética transpolimórfica, tan de moda por aquellos tiempos entre la yet set.
Oculté mi nave en un rincón apartado, junto a unos manantiales de vapor it’aldusiano, lejos de la guarida de Tras’os, para evitar encuentros inoportunos con la guardia de gorilas armados que la custodiaban, y me dirigí al bunker para la reunión.
―Me siento honrado por su visita, señor Ahato, pero no era necesario que malgastara su valioso tiempo; podíamos haber llegado a un acuerdo vía holográfica no presencial –me dijo El Ignominioso con cierto tono zalamero.
―Me alegro oírle hablar de ‘acuerdo’, señor Tras’os –le respondí con una leve sonrisa.
―¡Pero por supuesto, amigo mío! –otro que me llamaba amigo mío–; al fin y al cabo la situación está clara: el negocio es mío y el señor Kelsmos no tiene ningún derecho sobre él.
―Me temo que en eso discrepamos, señor Tras’os.
―¿Y cómo me lo van a impedir, señor Ahato? –y soltó una carcajada sin gracia que hizo retemblar la mesa que nos separaba.
―Para eso he venido yo, ‘amigo mío’ –le dije sin sonreír.
―Un hombre solo… me suena a título de película –dijo Tras’os–. Mire a su alrededor y cuente: mis nueve hombres en esta sala, mi bunker, fornidos como osos; quince fuera aguardando una orden mía, y pueden venir más si los llamo; todos ellos guerreros sin escrúpulos curtidos en mil batallas y armados hasta los dientes…
Pero era evidente que todo estaba dicho. En lo que Tras’os tardó en dar la orden de matarme, yo me deshice de tres; en total tardé cuarenta y ocho segundos en aniquilar a los diez, incluyendo a Tras’os. ¿Y los hombres que custodiaban fuera?, preguntaréis: pues muertos; me había encargado de ellos antes de entrar en el bunker.
―Trato hecho, señor Tras’os –dije al irme.
A la mañana siguiente encontraron a El Ignominioso muerto desangrado en el suelo de su bunker, con la firma de Kelsmos tatuada en el pecho –era un mensaje: con Kelsmos no se juega–; y la foto de su cadáver se convirtió de inmediato en meme del año. El resto fue fácil. Cuando la noticia se hizo pública, descabezada la organización, sus gorilas y secuaces se rindieron o huyeron. Y, naturalmente, recuperamos la franquicia. Kelsmos sabía a quién enviaba a hacer sus ‘trabajitos’. Sabía que podía contar conmigo, que nunca le defraudaba. Quizá le pidiese aumento de sueldo. Sí.
Esa misma tarde escribí mi informe y se lo transmití a Kelsmos por señal de radio vía satélite –adjuntando, eso sí, un selfi mío junto a los muertos como prueba del trabajo bien hecho–, después de escanear las hojas de papel. ¿Qué queréis?, estoy chapado a la antigua.


NOTA: #Cuento «UN TRABAJITO»: Publicado en la revista digital «El Narratorio» nº70, diciembre 2021, (págs. 144-147): https://elnarratorio.blogspot.com/p/antologia-literaria-digital-nro70.html

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Csi 1186: Un asunto ruso

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[1186]

1186. Un asunto ruso

―¡Uf!… no se puede imaginar el martirio que ha sido esta última semana… ¡con decirle que acabé muerto!… –bueno, qué le voy a decir a usted, claro–. Y eso que cuando acepté el caso no pensé que fuera para tanto. Era una mujer elegante, rusa según me dijo –Tatiana se llamaba–, un tanto presumida y algo hipócrita y egoísta, la verdad –aunque eso lo supe al final–, demasiado tangencial y peripuesta para mi gusto, si me entiende, pero aquel primer día me pareció sincera. «Mi marido ha desaparecido, detective; ¡encuéntremelo, por favor!; el dinero no es inconveniente», me pidió entre sollozos; y sin más –mis honorarios no eran bajos– puse manos a la obra.
―Cuénteme, ¿qué pasó? –preguntó el psicólogo.
―Ahora lo recuerdo todo un tanto borroso, déjeme que consulte mis notas –sin duda fue un acierto mi costumbre de agendar todo lo ocurrido; o al menos los sucesos más destacados–; aún hoy me cuesta dar crédito a mis recuerdos: El tipo estaba metido en chanchullos con la mafia rusa –¡el muy idiota!–, y una mañana, mientras comía canelones a la carbonara en un barucho, llegaron dos matones armados hasta las cejas y se lo llevaron a rastras en una furgoneta sin matrícula; «eran dos malas bestias: uno, un monstruo grande como un oso; el otro, un zopilote amargado, ya me entiende», me dijo el del bar; «se lo aseguro, detective, lo vi todo de todo», añadió; y lo mismo me dijo la camarera, que ídem de ídem. La camarera… Amparo, se llamaba… estaba cañón… desde la ventana de su habitación se veía la luna… Pero, a lo que iba, disculpe: luego me vi envuelto sin comerlo ni beberlo en una guerra entre dos bandas rivales y llegaron las amenazas, las persecuciones, los tiros –los rusos no se andan con chiquitas… ¡menudos bazucas se gastan los tíos!–… El caso es que el idiota ese había acordado con un tal Sergei –un mandamás de la mafia rusa de gesto adusto– robar del museo arqueológico una importante escultura, una divinidad del período clásico de la cultura maya –fechada entre los años 550 y 950 d.C.– con un valor estimado de unos tres millones de euros, como pago a unos ‘favores’ y, ¿a que no sabe qué quiso hacer el muy fantoche?, ¡pues venderla a otros rusos!… ¡si le digo que era idiota!… o eso intentó el muy… Pero, claro, le pillaron. ¿Y a que no imagina lo mejor?… pues que la ideóloga de todo el embrollo había sido la propia Tatiana esa, que era –agárrese los machos– la mismísima hija del tal Sergei, porque, al parecer –¡y que me aspen si lo entiendo!–, quería desquitarse con su ‘papuchi’ pues éste no veía con buenos ojos su relación con el idiota en cuestión, y por eso se llegaron a casar en secreto y todo; ya ve, todo un melodrama… ruso.
―Y por eso está ahora aquí –dijo el psicólogo.
―Eso es. Entre tantos tiros de un lado y de otro, uno de ellos me dio de lleno; ya le dije antes que acabé muerto.
―Sí, no se preocupe, no es el primero que me llega en las mismas condiciones, tranquilo, este sitio no está nada mal, sólo tendrá que acostumbrarse al cambio, yo le ayudaré… Tendremos tres sesiones a la semana, con eso será suficiente; para dentro de un par de ciclos celestiales estará en condiciones de marcharse del Purgatorio.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Haiku 1765 – 1769

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Haiku 1765 – 1769

–1765–

Levita inmóvil
la abeja entre las flores;
brisa de otoño.

Levita inmóvil la abeja entre las flores; brisa de otoño.

–1766–

Viento estival;
¿ves?, dientes de león
desperdigados.

Viento estival; ¿ves?, dientes de león desperdigados.

–1767–

Luna de otoño;
aunque en el cielo, ¡mira!:
sol de verano.

Luna de otoño; aunque en el cielo, ¡mira!: sol de verano.

–1768–

Entre los pétalos
de la flor blanca, ¡mira!
la mariposa.

Entre los pétalos de la flor blanca, ¡mira! la mariposa.

–1769–

La mariposa
se oculta de la lluvia
en una flor.

La mariposa se oculta de la lluvia en una flor.

Luis J. Goróstegui
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Csi 1185: Viajes sin retorno

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[1185]

1185. Viajes sin retorno

Tras aquellos viajes sin retorno a los que fue enviado, ya fuera en ferrocarril o de naufragio en naufragio, revive el peregrino sus mil vicisitudes –así me lo contó junto a la fogata– en su futón –donde fantasía y realidad se embarullan confusas– y, no en vano, ahora me cuestiono si fue verídica su odisea. «Nunca quise estar tan cerca del aroma de esa habitación como estuve», murmuró aturdido; «la luna sale y el sol se pone en tus ojos, le dije a mi amada», añadió sin mucho sentido. «¡Ah!, quiero abrir una ventana que ilumine mis últimos años y pulir su aurora hasta que se ponga el sol», gritó turbado, como evocando sus pesadillas, como niño asustado en medio de monstruos una noche de invierno sin luna; «¿te percataste de aquel instante cuando su suéter se reflejó en la ventana del tren?», me preguntó como si yo hubiera estado allí, junto a él. «No me fijé», le dije evasivo, pretendiendo que así continuara su epopeya. Y me contó que regresó a su ciudad natal como si hubiera estado persiguiendo un sombrero de copa impelido por un soplido de la Bruja del Sur; y me contó que, a la mañana en que hierven los ojos rosados, le gastaron una broma cambiándole las iniciales de su nombre a alguien sin nombre; y me contó que es el poder de los párpados lo que saca las lágrimas una a una. «Tengo un amor verdadero usado sólo una vez y conozco su fruto, ¿me lo quieres comprar?», me dijo llorando; «si caminas como un amante, todas las hojas caídas de los árboles de la calle se volverán del revés; y, cuando te despiertes, tómate un respiro que esto ya está bien concluido pues he llegado a la meta», y se durmió agotado. Y, aún así, le escuché en sus delirios mientras preparaba la comida: «Si dices «hace frío», hay gente que dice «hace frío»…; hay un paraíso donde las palabras que han sido se mantienen hasta que vuelvan a ser…; la luna se vierte desde una ventana y me besa, porque un beso ha arruinado a más de una dama…», y se volvía a desmayar y murmuraba entrecortado y deliraba. Luego aproveché que dormía algo para salir a comprar a una farmacia –sus heridas lo requerían– pero cuando regresé ya se había ido. Le estuve buscando largo tiempo pero fue como si se hubiera evaporado en la niebla. No volví saber de él. A veces dudo, incluso, que fuese real, y, sin embargo, aún conservo su futón.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Csi 1184: En tiempos frágiles

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[1184]

1184. En tiempos frágiles

En aquel tiempo ubérrimo –y aún de ignorancia supina que me tocó vivir– comprendí que tenía que hacer algo –y urgente– para que mi frágil convivencia con la humanidad no diera de bruces con su extinción. Busqué consuelo en libros milenarios de escritura en bustrófedon; hallé espejismos, fugaces eso sí, que dieron a mi existencia un quimérico simulacro, pletórico es cierto, pero poco más; la música ya no me hablaba; el silencio parecía huir de mi lado como alma que lleva el diablo, lo reconozco; el otoño lloraba al verme; el invierno… el invierno me gritaba adrede, soez entre tormenta y tormenta, con el frío y la nieve como armas arrojadizas que me traspasaban el corazón como espada legendaria de inverosímil verosimilitud –valga la cruel redundancia de reminiscencias bíblicas–. Busqué con quién debatir verdades incuestionables que lograran encender en mí siquiera aquella ascua remanente que sabía que aún tenía como tesoro de niño escondido en lo más profundo de mi ser inmortal, pero fracasé –no, no fue culpa tuya, amigo mío–, lo reconozco, como náufrago que se percata sin remedio de que sólo tiene agua a su alrededor y monstruos merodeando bajo sus pies desnudos. Puse en la gramola de mi abuelo melodías de aroma navideño, pero na; busqué entre las estanterías de discos alguno de jazz orquestal que me aliviara, pero quia, menos si cabe; inventé, incluso, una gramática propia de memoria aramea-grecolatina que diera algún sentido a mis pensamientos erráticos e inconexos, y aún así vagabundeaba sin rumbo, y aún perdido, entre el maremágnum de incomprensión y el desprecio convulsivo que me acechaba inmisericorde por doquier cada nanosegundo de mi vida. Pero todavía cabía una opción, ilógica si queréis, pero factible en teoría –al menos así lo veía–; y, aunque con un desfasaje impropio de alguien de mi condición estelar, dejé escrito en letra cursiva mi última voluntad, por si a alguien le pudiera servir mi experiencia. «Querido Diego, amigo mío, si acaso llegaran a tus manos estas últimas líneas mías, que sepas que estoy bien, que he logrado alcanzar al final la gloria prometida por mis antepasados…», comenzaba diciendo sincero a quien me socorrió fraterno al toparse conmigo una mañana de ventisca y frío. ¡Ah, si no hubiera sido por él…! Pues mi llegada a la Tierra fue casual pero aún así prevista por mis mayores que me enviaron en peregrinación. Aquí me consideraron un filósofo loco, un místico ilógico, un científico quimérico, acaso, pero todo lo daba por bien gastado con tal de avanzar y abrir camino. Soy consciente de mis limitaciones y de que hice lo que estaba en mi mano y de que logré cierto éxito –no carente de falsa humildad, lo sé–, que computó en mi favor. Fue por ello que, en un último esfuerzo, un amanecer de verano, cuanto mi tiempo llegó a plenitud, alcancé a trenzar un ramillete de rayos de sol y me transporté como estrella fugaz en alejamiento gravitatorio hacia mi hogar entre las estrellas, de donde provine hace eones. ¿La humanidad? La humanidad no depende de mí –y eso que logré para ella una segunda oportunidad–, pero sé que tendrán noticias nuestras de nuevo. Dios quiera que estén preparados para entonces.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Haiku 1760 – 1764

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Haiku 1760 – 1764

–1760–

Otra vez viene
la misma abeja de antes;
mira, se va.

Otra vez viene la misma abeja de antes; mira, se va.

–1761–

Salta la rana;
los peces se escabullen
en el estanque.

Salta la rana; los peces se escabullen en el estanque.

–1762–

Una hoja verde
¡mira! sale volando
la mariposa.

Una hoja verde ¡mira! sale volando la mariposa.

–1763–

Una flor sola
a pesar del otoño;
viento del sur.

Una flor sola a pesar del otoño; viento del sur.

–1764–

En un rincón
un arbusto sin hojas;
bajo la lluvia.

En un rincón un arbusto sin hojas; bajo la lluvia.

Luis J. Goróstegui
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Csi 1183: Fin de año

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[1183]

1183. Fin de año

Es un anochecer temprano, uno de esos nebulosos que pareciera querer devorar el día ya mortecino y sin fuerzas para defenderse. La luna, en lo alto, cual chamán en vigilante espera, ilumina tenue cual foco de teatro envuelto en una maraña de telarañas de castillo encantado. En la pequeña ciudad, sin embargo, los vecinos se atarean en sus quehaceres cotidianos; aún hay tiempo para hacer las últimas compras. La luz de las tiendas y el murmullo de la gente parecieran templar el frío en las calles céntricas y concurridas. Del mercado se escucha un vozarrón: «¡señoras, señores, cómprenlos, que nos los quitan de las manos!», grita del pescadero anunciando sus «exuberantes langostinos»; y de fondo se entremezcla una canción mandinga de letras procaces y música asaz extravagante. Así es la vida del lugar, como imaginada por un loco que quisiera exorcizar su mente y para ello sólo pudiera escribir cuentos grotescos.
Un hombre vestido de frac negro y capa entra en la peluquería que hay en la plaza. Lleva bastón. Es alto y delgado, casi demacrado, de tez blanquecina, como si su salud no fuera buena. Sus manos, grandes y elegantes, tienen largas y afiladas uñas. Saluda a la concurrencia y aguarda paciente la vez mientras charla amigable con los vecinos; tiene acento extranjero –«quizá de Argentina», murmura un joven de melena; «puede, pero seguro que ha vivido en Japón, se le nota», le responde concluyente un anciano de barba larga y descuidada–. «Sólo retocar las puntas», le dice el recién llegado al peluquero cuando le llega su turno; su voz, sin embargo, es profunda y sobrecogedora, como de ultratumba. El tiempo pasa deprisa y, al terminar, el hombre paga y se marcha no sin antes despedirse cortésmente: «Ha sido un placer, caballeros, volveremos a vernos, sin duda; buenas noches», dice. Todos, apiñados desde la entrada, le miran alejarse llenos de curiosidad. «Debe ser el nuevo dueño del castillo del cerro; sí, parece enfermo; habrá venido a comprar algo para estos días de fiesta», cuchichean al perderle de vista en la oscuridad de un callejón. Ninguno de ellos se ha percatado de que el hombre no se reflejó en los espejos del establecimiento.
El caballero del frac camina despacio apoyándose en su bastón. Hizo bien en comprar el castillo aquí –«sí, volveré, esta gente parece saludable, no como los de mi anterior residencia; allí la gente tenía mala sangre», comenta para sus adentros–. «Sí, este es un buen lugar; será un feliz 2021, sin duda», dice y le sonríe a la luna mostrando sus afilados colmillos mientras se diluye en la nebulosa oscuridad de la noche.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Csi 1182: ‘Rumbo a Ítaca’ y otros cuentos sin importancia [Diciembre-2020]

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1182. ‘Rumbo a Ítaca’ y otros cuentos sin importancia [diciembre-2020]

1182.1.- Teatro de Navidad infantil
Melchor, Gaspar y Baltasar entraron por el lateral del escenario. Aquel era un momento especial. Gaspar había tenido que ser reemplazado en el último momento pues la noche anterior había caído enfermo de anginas. Los camellos eran de juguete, claro. María y José les saludaron; el niño Jesús era un muñeco, pues no hubiera sido seguro para un bebé. Cuando los tres Reyes Magos dieron los regalos al niño, el público irrumpió con una avalancha de aplausos. Baltasar me sonrió al verme.

1182.2.- Contra todo pronóstico
«¡Explosión 6,7 en la escala Richter!», era la noticia del día, claro. Todo se debió a un desajuste cuántico en una central nuclear. Lo curioso fue que, contra todo pronóstico, no fueron las cucarachas del lugar las que sobrevivieron, sino los flamencos.

1182.3.- El vuelo de las ballenas
En días como hoy, con la mar en calma, las nubes de un blanco-algodón luminoso y una brisa suave y cálida, salgo a navegar en mi pequeña lancha motora; es relajante bañarte en esas aguas cristalinas, jugar con los peces, escuchar el canto agudo de las bandadas de aves que sobrevuelan la costa, pero, sobre todo, es emocionante ver volar a las ballenas –cuando tienes la fortuna de localizar alguna entre las nubes–, y verla saltar toda majestuosa, y hacer piruetas con las aletas abiertas, con esa piel brillante y blanca de su tripa y su dorso de un oscuro profundo y centelleante; sí, es todo un espectáculo. Técnicamente no son ballenas tal y como nosotros las conocemos de la Tierra, naturalmente, pero se les parecen mucho –su inmenso tamaño, su figura aerodinámica, sus grandes aletas…, incluso expulsan vapor de agua por un orificio en sus cabezas– y por eso las llamamos así, por semejanza –además es que su nombre autóctono, por más que me lo han tratado de enseñar, me veo incapaz de pronunciarlo–. Me ha comentado la gente de aquí que pueden volar debido al fuerte campo geomagnético, o algo así, del planeta y a ciertas cualidades anatómicas de las ballenas que no acabo de comprender, todo sea dicho. En todo caso, cuando vine con mi familia por motivos laborales a este lejano exoplaneta, ni siquiera pude imaginar que pudiera existir algo parecido, la verdad.

1182.4.- Encuentro en la tercera fase
―Gemelas, emisarias de los cheetees del sistema Yai’ss de la nebulosa Odín, de profundos y apasionados ósculos. Embajadoras de amor.
―¿Y cómo lo sabes?
―La ONU me envió como enlace de parte de la humanidad; sólo te diré que siempre nos quedará Etiopía.

1182.5.- En tiempos de monstruos
En tiempos como éstos de dragones y monstruos dicen que sólo hay dos clases de personas: las que salen armadas hasta los dientes para matar lo que se les ponga por delante, y quienes permanecen bien protegidas en casa aguardando que otros les traigan la comida; pero bueno, luego estoy yo que, como el de Hamelín, sólo necesito una flauta, o en mi caso una armónica, para dejar una matanza a mi paso.

1182.6.- Jugando a la petanca
Venía del mercado, de comprar un kilo de manzanas, dos de naranjas y uno de melocotones, cuando me encontré a un par de amigos. No sé qué cadena de acontecimientos nos llevaron a decidirlo, pero resulta que nos lanzamos a jugar a la petanca; y eso que no teníamos las bolas para ello, así que –no recuerdo a quién se le ocurrió, la verdad– nos pusimos a jugar con la fruta. El caso es que cuando llegué a casa, en lugar de la macedonia que había tenido previsto hacer cuando fui al mercado, sólo me dio para hacer un tarro mediano –y no lleno– de mermelada variada.

1182.7.- Un delfín, el extraterrestre Alf y el monstruo de Frankenstein
Hacía buen tiempo. Era verano y tenía la ventana abierta. Me estaba dando un baño cuando un rayo me alcanzó de lleno. No sé cómo no me morí, pero el caso es que cuando desperté, en lugar de dos pies, tenía una cola de delfín. Os lo aseguro por el extraterrestre Alf. En cuanto pueda me iré a vivir al mar. Ahora sé lo que sintió el monstruo de Frankenstein al nacer a la vida.

1182.8.- Un antro nuevo
Lechones de piel sonrosada y tres testas, de cuernos retorcidos y lengua bífida, cazadores –en vida– de almas felices, bañados en finos caldos de humoso aroma. «Sí, genial este antro nuevo», dijo Belcebú ufano; pues comer allí había sido una de sus ideas.

1182.9.- Modas
Se anunció el desfile de moda a bombo y platillo y los medios lo difundieron en todos los canales y a todas horas. Fui por curiosidad. Estaba toda la jet set. Lo llamaban ‘Futuristic Clothing’; así, en inglés, para darle más glamour, supongo; yo sólo veía harapos.

1182.10.- Ulises 2.0
Me tenían en la tienda como a un maniquí, en un rincón, como si hubiera sobrevivido a un naufragio y fuera Ulises, o quizá un cíclope, o algo así; por eso me hizo mucha ilusión cuando fui a trabajar a casa de los Iturbide como mayordomo-guardaespaldas. El tiempo lo tenía repartido en el mantenimiento de la casa y cocinar –donde podía experimentar con las especias–; en ayudar a doña Carmen –la madre– en su taller de escultura; y en echar una mano a don Fermín –el padre– con sus ideas de bombero en su laboratorio de química. Con el pequeño Nicolás –el hijo– jugaba al escondite, o al tú la llevas y así, y le acompañaba al colegio. El poco tiempo libre que me quedaba lo empleaba para escribir en mi habitación. Recuerdo un poster del lago Abbiata de Etiopía, de unos flamencos, que tenía en la pared. A pesar de mis múltiples tareas domésticas, aprovechaba cualquier momento para construir nuevos argumentos –y no lo hacía nada mal–; como cuando ideé una novela de ciencia ficción mientras cocinaba unos lechones al horno sin provocar ninguna explosión. Disculpadme la broma. ¿Mi novela más famosa?, pues creo que aquella de terror existencial en la que dos alienígenas gemelas son secuestradas en un cementerio y en las ruinas del subsuelo encuentran un tesoro azteca; ¿mi premio predilecto?, el Nobel, claro está; fui el primer robot en recibirlo.

1182.11.- Golpear la espada y desenredar el reloj
En medio de la somnolencia de golpear la espada y desenredar el reloj, un fractal dibujado en un árbol de invierno muda las tranquilas ondas invernales del rayo de luz.
Por el canal en una ciudad abandonada, cerca de los árboles muertos, están los niños tirando de las nubes y de la cometa que fluye. Allí, donde una posada al borde de una hilera de sardinas secas, en una playa escalonada llamada ‘festival de primavera‘, al son del sonido de la arena derramada, con la bandera de hielo de los aleros ondeando contra el árbol muerto… allí, allí venden patatas a la plancha envueltas en periódicos viejos.
Incesantemente feroz, a medida que la forma de las cosas cambia la imaginación con los años, el brazo derecho se alarga y el ojo izquierdo se empequeñece; las palabras cobran brillo y la realidad comparte un sentimiento con el pensamiento.
Allí. Allí busco, en la caja de cerillas que dejó mi padre, la cabeza que aún no se ha encendido y la página de la colección de poesía en la brisa primaveral que abre las alas carbonizadas del ángel y donde el cuerpo de cristal es dañado por la sombra de las copas de los árboles desnudos.

1182.12.- Einstein y Schrödinger [4]: Duelo
―Te veo indeciso, Schrödinger.
―Es que no sé si ponerme de luto por mi gato o no, Einstein.

1182.13.- A través de un agujero
«¡Vale, admito que la Tierra no es plana; pero nadie me va a convencer de que no es hueca ni de que el núcleo no es un gigantesco diamante!», dijo el exterraplanista –pero aún intraterrestre–, mientras miraba por un catalejo a través de un agujero en el lago congelado.

1182.14.- Mafia rusa
Aries Corp. es una ruin tapadera del monopolio en buques estelares y robótica militar que posee el malévolo Lenin Sokolov. Sus tentáculos se extienden por media galaxia. Todo el mundo tiembla al ver izada la bandera negra de la calavera y las dos anclas.

1182.15.- La cabeza del tiburón
Hay un país donde mi yo y mi otro yo hemos de adoptar muchas veces seudónimos dispares para vivir; pues, aún pensando en la nueva violencia, ésta siempre tiene a punto un complot en el que la cabeza del tiburón logra salir incólume de la boca del callejón. ¿Acaso esperas disfrutar del rumor del agua –similar al sonido bajo del oboe– en las noches por venir, o es que los isleños legendarios de la isla Esperanza continúan colgando ingenuos –en días impares de noches sin luna– peces pequeños otoñales a lo largo de la aldea que se asoma desde lo alto del puente colgante confiando en que el equilibrio en los árboles sagrados les salvará de nuevo?; dime, ¿estás revoloteando o eres un juguete triste? No necesito un aliado en la ciudad despejada, ni caminar profundamente con mi sombrero puesto cuando la nieve, que cae de un cielo que se balancea, toca mis labios. Ese beso en sí ya es un recuerdo de la tarde en que maduran las verduras de verano, pues, aunque en el clima primaveral nublado los melocotones aún están lejos, la vida sigue incesante.

1182.16.- En busca de hadas
Auriculares supraaurales de 80 ohmios de impedancia y muy alta sensibilidad y frecuencia, pues en ella se comunican las criaturas del bosque que lleva años buscando. El doctor Tanhausen nunca se desalienta aunque su última captura fuera una simple mosca.

1182.17.- Yemas de cebada
En lo profundo de las yemas de la cebada, cuando la oscuridad roja de una mentira resuena en el eco y la oveja conoce por primera vez la profundidad del agua brava del mar, los brotes de los árboles de invierno centellean al caer la lluvia suave y la puerta del sueño se abre. ¿Lo recuerdas?, siempre te espero en la noche iluminada por la luna azul custodiando un pequeño broche de flores rosas y el deseo de ser alzado con el cofre de madera sacra en las manos aunque mi yo siga siendo un capullo cerrado, pues la lluvia en mis mejillas es cálida y cruel aunque esta noche sea fría y no se pueda rociar; pues, al igual que también hay casas, hay tumbas.

1182.18.- Un cadáver en el salón
Un cadáver en el salón del castillo. Las moscas han detectado su olor y le revolotean. Nieva en silencio. Amanece. No hay huellas. La puerta abierta. El muerto está desangrado. Bajo al sótano. Abro el ataúd. Le clavo la estaca en el corazón a su asesino.

1182.19.- Buscando respuestas
Entro en el garito. Busco respuestas. Pido en la barra un matarratas y algo de picar. El camarero dice no saber. Los parroquianos me miran mal. Tres me atacan por la espalda. De un sopapo me los quito de en medio. Las balas no me sirven; los zombis ya están muertos.

1182.20.- Ruinas por doquier
Ruinas por doquier: edificios, rascacielos, catedrales… tras el ataque sólo se veían ruinas; la Tierra quedó agujereada como si la hubieran customizado a base de filigranas. Sin duda a los alienígenas se les debía dar bien hacer encaje.

1182.21.- El regreso
Pero todas las cosas tienen su final, y una noche las formas regresaron. La claridad de la luna envolvía el valle en tinieblas y el frío helaba los corazones de los muertos. Sentado en mi sillón aguardaba, sabedor del castigo dispuesto. Unas pisadas llegaron a la puerta y dos golpes secos, desabridos, resonaron en la casa. Ya están aquí, me dije, y el sudor heló mi alma. Arrastrando los pies, con el estómago revuelto y las manos temblorosas, abrí la puerta. «¡Hola, cariño, cuánto tiempo sin verte!», dijo mi tía Eulalia sonriente hasta el delirio dándome un achuchón de esos que estrujan hasta morir, mientras su antipático marido y su intratable hijo entraban sin decir ni hola. «Sí, tía, aunque no lo suficiente», susurré remiso, para mis adentros, mientras colgaba su abrigo en el armario.

1182.22.- Trapicheos
‘Trébol Maldito’ se llamaba el garito, el habitual antro de mala muerte donde me cité con el soplón del barrio para que me chivara en qué sucursal y cuándo se realizaría la reunión ejecutiva donde se trapichearía con las licencias para los nuevos edificios.

1182.23.- Vino de sangre
Encontré vino de sangre en el lugar al que llegué –mi lugar– cuando bajé del autobús en aquella noche lluviosa. Allí el viejo trabajador de manos blancas está triste y lee el libro con lágrimas olvidadas; allí el tiempo se detiene desde que mi madre se para junto a la pared al escuchar que llaman a la puerta hasta que puede reconocer mis manos y mi cara. Hace tanto tiempo ya…
En el jardín las rosas amarillas de invierno se desmoronan como si no estuvieran enfermas, y, regresando al estanque abierto del palacio, separado de la playa a donde me llevan mis pasos, descubro que el platino gélido se está poniendo más caliente; me sorprende mi calidez al andar sobre él.
Durante años le he puesto una flor de temporada a la persona enferma y siempre esperé sus palabras mientras pasaba por mi pecho un expreso de dolor; no en vano los gatos alados están enterrados en la aplastante jaula de pájaros sin pájaros junto a la ventana y hay un signo de vida frente a la autodestrucción: son fuegos artificiales que pasan de mano en mano, que harán crecer tu vida pues allí siempre estará la pendiente con vistas al pueblo solitario, solitario, solitario…

1182.24.- Por quién doblan las campanas
La noche cruje y su silencio clama, suplica, se desgarra acaso, pues nadie es una isla. «La muerte de cada persona me disminuye», dice sir Mort mirando por la ventana del castillo, «porque estoy involucrado con la humanidad. Calla…, escucha… No envíes a saber por quién doblan las campanas…», añade acechante mientras algo sobrevuela la noche: un ser infernal, tal vez; un ángel, quizá. «Doblan por usted, señor… en algún lugar del infierno», le respondo respetuoso. «Puede, Sebastián, puede», me responde, y echa a volar desafiante.

1182.25.- En el silencio matutino
En el silencio matutino de las nuevas horas –apenas despierto–; en la calma chicha donde todo puede suceder –aunque las calles aún ni estén puestas, o precisamente por ello–, siempre encuentro un amanecer diferente en el que deleitarme, en el que aventurarme.

1182.26.- Rumbo a Ítaca
Paseando por el bosque un díscolo amanecer, o quizá un mucho irresponsable –lo digo por mí, que conste–, entre robles y amapolas de infinitos colores, se me perdieron unas monedas entre unas ruinas, no sé muy bien si góticas o babilónicas –las ruinas, eh–. Llegaba al mar cuando una bandada de hadas, al grito de «¡nos persigue un ogro!», me hicieron subir con ellas a bordo de un barco pirata allí varado, y, levando anclas, despegamos rumbo a las nubes. Fui afortunado pues el monstruo, cual excavadora rugiente, casi nos pilla. Sobrevolamos los cielos infectados de endriagos antediluvianos y, cual mosca entre telarañas, nos libramos de mil y un peligros cual Ulises rumbo a Ítaca. «La fortuna nos favorece, capitán», le dije; «es mi trébol de cuatro hojas, hijo», me respondió socarrón el centauro. Al llegar a una ciudad me despedí de las hadas y los piratas. No creáis que me fue mejor, pues allí habitaban cocos, quimeras y engendros que, al verme joven y rico, quisieron comerme. Pude, no obstante, huir disfrazado de trovador con auriculares y una túnica de encaje. Logré escabullirme en una caravana de jirafas altas como edificios. Me apenaban las monedas que había perdido –regalo del fantasma de mi bisabuelo Aries; y no porque fuera un fanfarrón, sino porque llevaba muerto lustros–, pero bueno, siempre podría volver a robar otras.

1182.27.- El musgo que crece
El musgo que crece en la canoa abandonada duerme bajo la Cruz del Sur y la lluvia nocturna sacude las cosas mojadas. Al amanecer la viuda recoge verduras en los días de invierno con la casa blanca y helada tras la verja de hiedra. Unos labios que están completamente cansados de hablar del trabajo sonríen sin alegría bajo el cielo azul, y me pregunto si será el próximo verano cuando muera. Internet no va; mas, sin saber que son dos, lentamente fuma mientras se ajusta la intensidad sísmica de la noche. Es el viento constante sobre los árboles otoñales al mediodía de las montañas el que retumba, el recuerdo azul del mar, su voz, su eco, acaso un beso o una broma los que guardan silencio… o una mera cuestión de tiempo en cierta ciudad sin nombre o un amigo que habla o una mentira sobre el amor los que conservan la esperanza, pues el alba sólo quiere dormir a lomos de un pájaro, acurrucado entre su pelaje gris.

1182.28.- Einstein y Schrödinger [5]: En busca del tiempo
—¿Einstein, tienes tiempo?, no encuentro a mi gato.
—Depende del punto de vista, Schrödinger.

1182.29.- Einstein y Schrödinger [6]: Relativo al tamaño
Schrödinger metió en una caja un gato y una serpiente y dos jirafas y tres elefantes.
—¿Cómo te caben? –le preguntó Einstein.
—Tú mejor que nadie debías saberlo: es una cuestión de relatividad… relativo al tamaño de la caja; como esta, tan grande como un escenario de ópera.

1182.30.- Detrás de la lluvia
Mira el tamaño de la noche de luna roja, no alcanza a los árboles otoñales al pie del viento; escucha la voz de la chica de la mañana que vende índigo en su tienducha en el callejón cálido detrás de la lluvia y sonríe. Quiero decir adiós con la mano entre gotas de lluvia tibia, en la ciudad donde los pequeños dedos de la tierra se tocan, pero se me olvida, pues cuanto más me emborracho, más me emborracho.

1182.31.- En sólo un día
Existe un lugar –yo lo conozco– donde los ríos fluyen en contra de la gravedad, donde las aves canturrean serenatas subsónicas a la luz de la luna y los peces alados sobrevuelan las copas de los árboles; donde un laberíntico bosque milenario de mil sendas copa el frondoso valle y la reverberación solar oculta una aldea insondable. A ella llegué sin proponérmelo un amanecer invisible y en ella encontré la acogida fraterna de sus moradores: gente amable de mirada sincera y voz profunda que me permitieron compartir su existencia y su secreto vital. En aquel lugar de ensueño conocí a una joven de mirada cálida y ojos grandes –Hannah se llamaba– de la que me enamoré y con la que aprendí a apreciar la vida como don gratuito, fuera cual fuera su duración, y a comprender que existen amores efímeros, destinados a morir desde el comienzo y en un plazo muy breve, pero cuya insaciable intensidad compensa con creces su etérea fugacidad. Porque en aquel rincón perdido del mundo, por razones espacio-temporales que sobrepasan mi entendimiento, el tiempo discurre distinto al nuestro, más veloz quizá, más… no sé, de modo que toda la vida de Hannah duró para mí sólo un día.

1182.32.- El hotel
―¡Botones! Acompaña al nuevo cliente a su habitación –dijo el recepcionista del hotel.
El cliente cedió al tercer día; pocos duraban más en la habitación 101. En este caso, con aquel monstruo saliendo de sus entrañas en frenética y sanguinaria danza.

1182.33.- El enigma de las siete partes de la augusta corona
Con el bosque en un silencio sepulcral, sumergido en un aún tímido amanecer carente de toda ternura –en duelo sin tregua con la persistente, nebulosa y fría niebla–, caminaba entre las tumbas y sus guardianes de piedra a la espera de aquella luz que, según la leyenda, revivía muertos, pues era consciente de que la sombra de los peces de cristal en el flujo que reflejaba el cielo helado, las espinas marchitas de oro y el sonido de muy alta frecuencia de las gotas de lluvia sobre el pelaje de mármol de la ardilla roja de cola larga –inhiesta entre las sinuosas ramas invernales de alabastro que se iluminaban al atardecer en aquel rincón del cementerio– eran las claves para resolver el enigma de las siete partes de la augusta corona que el espectro de sir Lancelot portaba la noche de autos de su transmaterialización y que yo, poniendo en juego mi honor, había prometido resolver.

1182.34.- Viaje al centro de la Tierra
―¡Columnas de presión al 45%, impulsor del rotor in crescendo; atención al flujo geomagnético, debemos alcanzar la máxima tensión cuando toquemos núcleo! –exclamó el capitán.
Su meta era atravesar la Tierra; y para ello preveían salir por Brasil.

1182.35.- Noria que gira en su huir rebelde
Comienza el viaje en medio de la tempestad cual noria que gira en su huir rebelde como sentir sin tregua al movimiento estival que no teme hacerle saber a los muertos –almas en pena cuasi inconscientes– que no necesitan una ventana abierta que dé a las rosas, ni tampoco que en la mesa que se entrecruza con la brisa nocturna deba fluir la ilusión perenne del llegar tardío de la primavera, para que sean capaces de recorrer toda la senda hasta alcanzar el árbol de cítricos dorados, pues el incienso de Waseda –de indudable fama– ya inunda el vehículo –un tren de un solo vagón que se aproxima sereno al mar– con su suave aroma justo cuando se escucha el clamor furioso del que tiene mil vidas y que, al precoz presentir de la aurora, se siente incómodo aún sin pronunciar palabras gruesas que consigan –a la primavera fría y a los amargos lamentos– convertirse en remanentes de las remotas mañanas sin actividad en las flores, cual augurio de sinsabores que refunfuñan soberbios al son de la luna llena.

1182.36.- Como de costumbre
Barbijo puesto –la nueva normalidad, la llamaban–, se reunían como de costumbre los ancianos del pueblo –ellos por un lado, ellas por otro– para cuchichear de sus cosas y ordenar el mundo, mientras contemplaban el amanecer sobre la cordillera.

1182.37.- Mi tío Eusebio
Mi tío Eusebio era un calavera; vivo, pero, sobre todo, muerto.

1182.38.- Entre horas desnudas
Entre horas desnudas del atardecer color azul cielo y el del arco iris ámbar –mezcla de la abigarrada atmósfera que se lo bebe todo y nos quiere ahogar y de la nada que avanza inmisericorde–, hay dos hijos que también pueden ser soldados y no se cansan de las flores de algodón del «Paradise», donde las hormigas se arrastran por las costuras de los jeans y chapotean a horcajadas sobre un pequeño charco de agua sin pulir. Allí la música, como paraíso hasta que se detiene la poesía o hasta que la apariencia del hielo –hola, cariño–, pegado a la cara ficticia de la cara irreal con una sonrisa frágil como el origen de un arrecife de coral o como una hermosa marea que avanza y se retrotrae perenne, rompe el papel del que están hechos los pensamientos de la rueda de flechas rotas que se clavan en nuestra existencia fugaz; pues el color de la espada roja es vivo y cálido, y el polvo que permanece sin disolver el azul claro del cielo, que parecía imposible desde un principio, ya dura cien días de verano –de ellos cinco días crujientes y el resto insalubres– y consume mi sombra como el humo de antaño la vida.

1182.39.- El viejo espantapájaros y los nuevos tiempos
Dicen que, entre el maizal, el viejo espantapájaros acecha en las noches de luna roja con ansias de carne fresca, con sus garras de osos y sus colmillos de mandril, pero, sobre todo, con su Colt 1911 Mark IV Calibre .45 ACP que ha comprado en las rebajas.

1182.40.- Entre silencio y silencio
Entre silencio y silencio no puedo evitar aspirar el aroma de las hojas muertas ni dejar de contemplar el sol cuando brilla sobre las conchas fósiles; no puedo dejar de buscar a alguien de bellas palabras y voz limpia que me dé un sinfín de ese verano; que rece en este cielo negro nuestro y escuche una voz brillando en Ganímedes; que comparta mi sueño y duerma a mi lado hasta que se haga realidad aunque sea en un mundo que se tiña de rojo en un largo día de verano.

1182.41.- Destino Orión
«Establo dársena 34, próxima salida destino Orión… establo dársena 34; 5 minutos para despegue», decían por megafonía.
―Vamos, hijo, que va a salir nuestro cohete –dijo su madre.
―Sí, mamá –dijo su hijo recogiendo sus muñecos de star wars en miniaturas.

1182.42.- Un tipo anodino
Don Jenaro Pávlov Bianco es un tipo anodino que pasa desapercibido y en el que nadie se fija. Vive en un ático en el centro de Moscú donde cultiva manzanillas y ajos y juega con sus miniaturas de la Segunda Guerra Mundial. Dicen que nació en Brasil. Trabaja en el Ministerio del Interior ruso, Departamento de Infraestructura Industrial, sala 35D –en un rincón–, mesa 104. Usa camisas con puños de botones, como lo hacía su padre, y en la pared tiene un poster de la cordillera de los Alpes, de donde era su madre. Naturalmente ahora usa barbijo, e incluso guantes si tiene que consultar documentos clasificados como de Muy Alto Secreto; y, por supuesto, es fiel seguidor del lema del partido: «El trabajo y la obediencia son las firmes columnas donde se asienta la confianza y el progreso». Alguna noche, si el trabajo se lo permite, va al teatro –a ver danza u ópera–, e, incluso, algún fin de semana se acerca al Establo Antonov, en las afueras, a practicar equitación; y allí, en la cuadra 37, en el abrevadero de Triunfo, su caballo, es donde deja el microchip. Su vida es una ruleta rusa, y lo sabe; pero él se ve como un pescador en busca del trofeo mayor. Porque sus padres murieron en el Gulag y eso le conformó. Porque Jenaro, a pesar de las apariencias, es frío, calculador y vengativo. Por eso decidió ser espía.

1182.43.- En aquel barrio gris
En aquel barrio gris de casas grises, de humo gris y gentes grises, el vecino del séptimo era el único que ponía el belén y el árbol de navidad; en el barrio le miraban mal.

1182.44.- Tras el estallido
―¿Qué es eso, papá?
―Un submarino.
―¿Para qué servía?
―Para navegar por debajo del agua.
―Pero esto es un desierto, aquí no hay agua.
―Antes del estallido sí, hijo; tú no habías nacido aún, pero antes todo este lugar era un océano con ballenas y todo.
―¿Ballenas?

1182.45.- Ballenas en mi corazón
He descubierto ballenas en mi corazón, nubes bajo mis pies cuando, entre la fronda, escucho un murmullo eterno como de hadas y elfos en fiesta; cuando el sol brilla portentoso y las espigas ondean en el mar de la tierra.

1182.46.- Hay mucho por sentir
Un rayo de sol cruza el visillo y aclara audaz la leve oscuridad de mi cuarto. La ventana medio abierta deja entrar el arrullo de una paloma posada en el alféizar. Al asomarme veo un lobo bebiendo en el río. «Despierta, hay mucho por sentir», me dicta la conciencia.

1182.47.- En el espacio arcadia
La insensibilidad vs. los deseos de la noche compiten al amanecer al hacerse realidad, y los personajes positivos flotan en el espacio arcadia y se convierten en una nebulosa sin cruzarse con las tortugas y los peces de colores con los que juegan los niños.

1182.48.- En el silencio nocturno
Al calor de una fogata paso la noche en un recodo del bosque, junto al río, y observo las estrellas y escucho el silencio nocturno y una bandada de hadas is’pola se me aproxima y dos duendes o’endcer me observan desde una rama y tres ghaa’dyn alados bioluminiscentes revolotean entre dos ciervos curiosos y un grupito de e’yerem florales escuchan y sonríen mientras leo en voz alta cuentos de hadas.

1182.49.- Campo de aislamiento
―¿Campo de aislamiento?
―Al 98,7 % y estable –respondió el técnico.
La idea era aislar la Tierra con un campo biomagnético y proteger a la humanidad del virus, pero éste mutó. La Tierra se salvó, pero a los humanos les creció, hasta lo inhumano, el cráneo.

1182.50.- El campo de batalla
Un frío amanecer aclara el día y un reguero de soldados muertos y caballos agonizantes siembra el campo de batalla. Sólo un rey resultó victorioso y, entre los supervivientes, deambula un peón al que, desterrado del tablero, sólo le queda esperar en soledad una nueva partida.

1182.51.- Fuego en lontananza
―¡Fuego en lontananza, capitán! –gritó el vigía.
―¡Todo a estribor, piloto; a toda máquina; rumbo al puerto! –ordenó el capitán.
―Pero capitán, ¿y Moby Dick? –le preguntó el contramaestre.
―Puede esperar, esto es más urgente: mi padre ha vuelto a fumar.

1182.52.- Reina del lago
En un anochecer claro la vi frente a las tierras salvajes del boscoso pantano. Al asomarme a las negras aguas surgió portentosa cual reina del lago. Su tez blanca de deslumbrante hermosura me fascinó desde el primer instante, pues no se parecía a nada que hubiera visto antes ni, desde entonces, se asemeja a nada que haya visto después. Tiene la sonrisa amplia, la mirada franca, y su luz, cual antorcha en la noche, ilumina la oscuridad permitiéndome descubrir todo un reino inaccesible y frondoso, allá en el bosque colindante. En aquel entonces yo era un oso solitario, ignorante de las cosas de la vida, de espeso pelaje y grandes garras, de negros ojos y afilados colmillos, pero fue verla nadando entre las aguas profundas del lago y mi corazón retumbó potente. Con ella a mi lado me siento seguro. Ella es poderosa. Ella me ha enseñado todo lo que sé de la noche. Por el día marcha a otros lares, y, aunque no la veo, sé que está conmigo; la siento a mi lado, invisible y real. Desde aquel momento ella y yo somos uno, fieles el uno al otro, ligados por un vínculo indescriptible, y nada me hará separarme de su lado, pues sé que compartimos un sentir recíproco, pues esa noche tuve la certeza de su amor al mirarla por primera vez reflejada en las aguas negras del lago, frente al parque; ella, mi amada Luna.

1182.53.- El viejo sueño del invierno
Quizá el viejo sueño del invierno sea acariciar las huellas de hollín de la escultura que posa desnuda, cual fantasía, en el salón de baile de visillos de plumas de pájaros y cóctel policromado. Si miras hacia arriba –oh, melancolía ilusa–, las copas de los árboles serán transparentes mientras hace frío; me pregunto si será una negativa firme a revolotear en la temporada de otoño cuando estoy de viaje. ¿Acaso los cigarrillos indios que encierran y fuman la tenue melodía de luces tristes antes de convertirse en voz gotea ilusión en el hierro de Kokusha?, ¿o es sólo un vagón de vapor que está a punto de caer al infinito?; no sé, pues la fruta de Biwa, al norte de ningún lugar, es como un gato que se ríe con picardía mientras una carta de ida y vuelta entre Gogan y Goch viaja en bicicleta postal y osa atravesar el sol abrasador.

1182.54.- En piedra interestelar
Mortero tallado en piedra interestelar de tacto suave y dureza extrema caída del cielo una noche de Navidad, cuna donde moler adobos ignotos por los mortales para elaborar con manos diestras manjares sobrenaturales que sólo conocen las tres hermanas.

1182.55.- Gallinas
Gallinas correteando por el laboratorio, sometidas a flujos estáticos desde un vórtice cuántico centrípeto que sólo engendró seres deformes cuasirreales, eso fue todo. Fuimos soberbios –pues quisimos ser como dioses creadores–, y sólo creamos marionetas.

1182.56.- Navidad en Cassia’n
Sentado en el bar del puerto espacial de un asteroide cuasiplanetoide, entre unas macetas con hortensias y el cálido fuego de una chimenea rococó, un alienígena de tres ojos y cuatro brazos me contrató para transportar una carga a su planeta natal Cassia’n.
―Serán cinco contenedores de campo gravimétrico clase dar’ho: tres con maquinaria industrial tipo o’endi, uno con marionetas solares acondicionadoras de planetas y uno clase naa’tiv –me dijo.
―Sabrá que no soy barato –le advertí.
―Su viaje no será sencillo, capitán Daäld.
Y tenía razón. Tras salir del puerto, tres hermanas piratas de brazopiernas tentaculares y cráneo rasurado no cejaron en atacarme desde su nave de guerra asdariana. Resultaba evidente que mi carga era más valiosa de lo que aparentaba. Sin embargo ideé una estratagema. Con la excusa de una tregua logré citarme con ellas y darles esquinazo al invitarlas a fumar tabaco siluriano –potente somnífero donde los haya– mientras asistíamos a un combate de gallinas asesinas ler’estianas. Finalmente llegué a mi destino: una antigua misión católica.
―Nos han declarado la guerra los asdarianos; anticlericales, ¿sabe usted? –me dijo el padre Hikaru, un sacerdote alto como un oso, mientras reparaba una pared con mortero–. Es para la Navidad –añadió mostrándome el contenedor naa’tiv con biblias y piezas para un belén.

1182.57.- Einstein y Schrödinger [7]: ¿Qué hora es?

[1]

―¿Qué hora es, Schrödinger?
―Pues, según el reloj de lógica cuántica, y para ser exactos, son las 19 h 31 min 45,372 s ± la variación inherente al principio de incertidumbre de Heisenberg, Einstein.
―Pues no sé si llegaré puntual a la cita.

[2]

—¿Qué hora es, Schrödinger?
—La verdad, Einstein, ni lo sé ni me importa; se me ha muerto el gato.

1182.58.- Las ansias
El matrimonio dormía envuelto en un apacible silencio nocturno cuando él se despertó con horribles dolores. A duras penas se levantó y, entre sudorosos espasmos y gruñidos compulsivos, entró en la cocina convertido en un monstruoso lobo de afilados colmillos y enormes garras. Allí abrió la nevera de un manotazo y a bocados engulló el pollo crudo, toda la fuente de espaguetis y la docena de huevos. Luego se bebió de un trago cada una de las dos botellas de leche –de dos litros cada una– y la coca-cola de litro y medio. Una vez apaciguadas las ansias, y ya recuperada su apariencia humana normal, regresó a la cama y se acostó junto a su esposa.
―¿Qué ha sido esta vez? –le preguntó ella medio adormilada.
―El pollo, los espaguetis, los huevos, la leche y la coca-cola, cariño; ya sabes, para matar el gusanillo… lo siento –dijo él algo avergonzado.
―Bueno, ya sabes lo que tienes que comprar mañana –le respondió con tono severo, y se volvió a dormir; después de todo ya estaba acostumbrada, es lo que tenía haberse enamorado de un licántropo.

1182.59.- Entre mis rebrotes verdes
«Estoy como en una terraza en un día ventoso y me angustia la muerte que sigue revoloteando entre mis rebrotes verdes; y, sin embargo, añoro Aquitania, y eso que es una ciudad que aún no he respirado», dijo en un suspiro la mujer-árbol al ver amanecer desde el salón.

1182.60.- En el devenir de las estrellas
«Chamán. Veo el futuro, leo las entrañas de cualquier animal y adivino el porvenir en el devenir de las estrellas. Se acepta el pago en especie.», se lee en la entrada de la choza de Moussa, el chamán.
Estamos en Senegal, en 1834, en un pequeño poblado en la inmensidad de la sabana, junto al río Gambia. Al amanecer de un brumoso día, un vecino que va de camino al mercado saluda al hechicero.
―Chamán, no te vi ayer. ¿Acaso estuviste indispuesto?
―Ni lo más mínimo, Ousmane, ¡los dioses no lo permitan! Es que estuve en trance en mi choza viendo toda la saga de Star Wars.
―¿Star… qué?
―Wars… Star wars. La estrenarán dentro de 143 años; pero no creas… que no te engañen, los mejores son los episodios IV, V y VI, con diferencia; al menos los otros los logré bajar doblados al mandinga… Y si me disculpas… por lo que veo tengo una clienta esperándome.
El chamán, invitando a una vecina, entra con ella en su choza, mientras que Ousmane permanece estupefacto y sin acabar de comprender lo que le ha dicho el brujo.
―¿Qué te ha contado Moussa? –le pregunta un anciano que, sentado bajo un árbol, les había estado observando.
―Pues no lo sé; algo de que dentro de 143 años estaremos en guerra con los dioses estelares, y en episodios, aunque eso no lo acabo de entender, la verdad, ¿qué clase de guerra es esa que se hace a trozos?; o se hace o no se hace, pero a trozos…
―No le hagas caso, ya sabes cómo se las gasta: se tiene por muy listo porque dice ver el futuro, pero a mí no me la da. ¡Ay, juventud! Anda, acompáñame al río, sé dónde pican los mejores peces… grandes como mi brazo.

1182.61.- Letras repudiadas
Letras repudiadas en el fondo oscuro del olvido como la i sin el punto que llora desesperanzada; o la e oclusiva, cual consonante tras una puerta cerrada; o incluso la u invertida; y, sin embargo, todas ellas curan sus heridas al son de la música.

1182.62.- Estoy encantado
Estoy encantado de que el núcleo de mi sombra sea aún más denso que la periferia; de que la política finalmente se enfrente al hecho de que no puede vencer a la poesía; de ser consciente de la muerte, de la vida, de la ansiedad.
Es por eso que te aconsejo que ni siquiera se te ocurra alzar la mano para acariciar al viento del Este, pues la tristeza que sólo se puede imaginar desaparece al tocar el blanco del techo; por eso y porque la razón de que el verde sea verde es que la primavera siempre es verano, o eso al menos anhela ser.

1182.63.- Vida, no permitas
Vida, no permitas que olvide aquel instante en el que finalmente lloré, cuando, mancillado el día –¡oh, sol de invierno!–, supe que la altura a la que no se puede volar se llama cielo, donde sólo las almas inocentes claman: «¡oh, qué hiciste, Argentina!»

1182.64.- Einstein y Schrödinger [8]: Correvuela que se las pela

―¡Cómo corre el tiempo, ¿verdad, Schrödinger?!, otra vez fin de año.
―Es que no corre, Einstein; es que, al igual que la luz, que es ondapartícula, el tiempo correvuela que se las pela.

1182.65.- Escribir siempre aspiré
Escribir siempre aspiré de asuntos de gran enjundia cual bellos retablos, profundas y admiradas narraciones que de mi espíritu fluyeran cual rayos de sol que en el literario cielo resplandecieran; mas sólo imaginé insignificancias. Con Dios, amigo, y salud.

[FIN]

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
@ObservaParaiso
#CuentosSinImportancia

Haiku 1755 – 1759

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Haiku 1755 – 1759

–1755–

Sobre el murmullo
del torrente, el silencio;
nubes de otoño.

Sobre el murmullo del torrente, el silencio; nubes de otoño.

–1756–

Una flor blanca;
un saltamontes blanco
oculto en ella.

Una flor blanca; un saltamontes blanco oculto en ella.

–1757–

Del precipicio
vuela la mariposa;
musgo en la roca.

Del precipicio vuela la mariposa; musgo en la roca.

–1758–

Algunas hojas
se tornan amarillas;
“veraotoño”.

Algunas hojas se tornan amarillas; “veraotoño”.

–1759–

Zumban abejas
entre árboles verduscos;
nadan los peces.

Zumban abejas entre árboles verduscos; nadan los peces.

Luis J. Goróstegui
#haiku

Csi 1181: Una familia muy especialita

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[1181]

1181. Una familia muy especialita

En las tardes de invierno, cuando la nieve lo cubre todo y el frío impide cualquier atisbo de salir a la calle, me pasaba las horas o bien leyendo o bien tallando madera o paseando por la casa contemplando los retratos de mis antepasados –el castillo familiar donde vivimos es grande y están las paredes repletas con sus lienzos–, mientras mis padres pasaban las horas leyendo o haciendo costura junto a la chimenea del salón. La verdad es que es muy entretenido ir de cuadro en cuadro y verles tan peripuestos en sus marcos, es como si estuvieran vivos, incluso conversaba con ellos y todo –sí, hablaba solo, pero quién no lo hace de vez en cuando, ¿o no?–. Por ejemplo, está mi tía-bisabuela Eulalia, la primera de la familia en ir a la universidad, que estudió matemáticas, creo, ¡tan guapa!; a su lado, entre el pasillo y las escaleras que van del salón a las habitaciones del primer piso, está también mi tatarabuelo Arturo, teniente de infantería ligera, escopetero, ¡con ese mostacho…!; luego, mi tía-abuela Carmen, la duquesa que no era duquesa –pero eso es otra historia–; y mi bisabuelo Jaime, ingeniero de montes; y mi sobrina-tía-abuela Salomé, por parte paterna, que le daba a la bebida, ¡pobre!; y mi abuelo Jacinto, químico, boticario, dentista y cirujano-sin-anestesia, o sea, la reoca; y así uno tras otro. Luego, claro está, tengo la rama de mi tatarabuela Gertrudis, la loca, ‘la rama de los raros’ como les llamamos en casa –sus retratos están, por razones obvias, en los pasillos de los sótanos–. Entre ellos estaba mi tío-abuelo-segundo… o tercero, no sé muy bien –Paco, se llamaba, aunque en casa decían que prefería que le llamaran Jack el Destripador II, así, con números romanos, cosas suyas–, que asesinó a… no sé si fueron tres o cuatro personas y a un par de gorilas del zoo como práctica previa –era muy meticuloso, dicen–; y mi tía-abuela Lucrecia, que regresó caníbal tras un naufragio en el Caribe –tenía preferencia por suecos y japoneses, dicen, pero no sé exactamente por qué, porque entre los pasajeros del crucero no había ninguno de aquellos lares–; y mi tío-abuelo Tomás, taxidermista, que tenía su taller –en el sótano de las caballerizas– lleno con las momias de los vecinos que le miraban mal, o sería mejor decir de aquellos a los que él miraba mal, la verdad; y luego estaba también mi tía-abuela Laura con sus venenos, y mi bisabuelo Raúl con su guillotina, y mi tío-abuelo-tercero Lucas del que mejor me callo, que no tengo estómago para lo suyo… y así podría seguir y seguir, aunque mejor no me extiendo más, tampoco es cuestión; después de todo, las familias de rancio abolengo como la mía tienen sus secretos que es mejor ocultar, o, si no, disimular, al menos. El caso es que todos ellos, ya estuvieran cuerdos o no, están enterrados en el cementerio familiar que tenemos detrás del castillo, en un rincón de los jardines. Sí, lo cierto es que tengo una familia muy ‘especialita’, sí, aunque no me puedo quejar, siempre podría ser peor… o quizá no, ahora que lo pienso; pero ¡qué le voy a hacer!, tiene que haber de todo, ¿verdad? Sin embargo lo más sorprendente no es que fueran como fueron, ¡ojalá sólo fuera eso!, no creáis, no, lo más inverosímil es que desde que mi tío Hugo, el brujo, pronunció su ya famoso conjuro, ya no necesito hablar con sus retratos, sino que lo hago directamente vis a vis, o al menos con algo parecido a lo que fueron; sí, desde entonces, el castillo no es que vuelva a estar lleno de gente viva, pero sí, al menos, de no-muertos. A mi padre y a mi madre, ya octogenarios ambos, les ha encantado volver a tenerles en casa, pero la verdad es que preferiría seguir como antes, creedme, aunque tuviera que hablar solo.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
@ObservaParaiso
#CuentosSinImportancia

Csi 1180: ‘Un hiperlugar’ y otros cuentos sin importancia [Noviembre-2020]

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[1180]

1180. ‘Un hiperlugar’ y otros cuentos sin importancia [Noviembre-2020]

1180.1.- Tiempos rudos
Eran tiempos rudos, qué duda cabe, pero ahí estábamos –en el campo de batalla recién nevado– bien pertrechados cada uno con nuestro gorro –insignia incluida– y nuestras armas customizadas simulando lanzagranadas –éramos unos manitas–. Nosotros aquí; ellos allá, en la cima de la colina. Nuestra misión, tomarla sin perder la posición; la de ellos, defenderla y contraatacar si tuvieran oportunidad. La guerra de nieve era inminente. Nosotros éramos la clase de 4ºA; ellos, 4ºB.

1180.2.- Por el sendero
Al amanecer de la vida, como diría el poeta, me adentré por el sendero misterioso y accedí a un bosque de frondosidad inagotable y biodiversidad infinita. Por él deambulé plácido en ocasiones, inquieto en otras; en una rama un búho ululó como mensajero de nuevas buenas, por entre el ramaje de unos arbustos un ciervo asomó su cornamenta como enviado de nuevas malas. Aquí un lago, allá una colina; todo me sorprendía, todo me subyugaba. Al atardecer, sobre el ábside de una iglesia, vi un ángel; desde lo profundo de un recodo oscuro y tenebroso del camino me topé con un demonio. Aquí conocí amigos; allá, enemigos. Escuché gritos y lamentos –en ocasiones–, risas y alegrías –otras veces–. Y todo me enseña, de todo aprendo, pues sé que al anochecer me aguarda un juicio, un veredicto justo. Pero no tengo dudas –mi vida ha sido buena–; y, aunque la muerte es misteriosa, la vida lo es más aún –y de ella se aprende a afrontar la otra, pues, después de todo, la muerte sólo es un tránsito a otro lugar–, y todo lo que se haga en esta vida tendrá su eco en la otra.

1180.3.- El vendedor de flores
A la entrada del cementerio el anciano vende flores. Luego, al anochecer, cierra su puesto y se va a dormir al panteón familiar, tercer nicho según se entra a la derecha, donde le enterraron hace ya medio siglo.

1180.4.- El ángel de la guarda
‘Águila’ Gómez es tímido y algo ermitaño pero gracias a él más de un vecino ha salvado su vida; con su vista de lince escudriña la ciudad desde el ático donde vive y avisa en caso de peligro. En las noches de verano se le escucha tocar el piano.

1180.5.- Ad coniecto futurae
Hongos azules de niebla de un amanecer tardío en un otoño verde amarillento; musgo del Acantilado Eterno; gel de algas rojas, ojos de sirena, aletas de ogro marino, vapor de sal; y la guinda para la poción ad coniecto futurae: lágrimas de Chile.

1180.6.- De bosque vestida
De bosque vestida y de palabras habladas apenas percibida, una joven camina por entre la foresta como por entre el cielo; invisible a la vista de cualquier extraño –Laura es su nombre– del bosque es como quien es de lo que es nacida, pues ella es bosque, y es agua de la cascada, y es viento que el eco llama, y sin manchar la arena pisa, mutuo cariño recibido si del jugar hiciera vida, pues si no lo pienso lo digo que al alba ríe Laura cual reflejo del sol entre las hojas vivas de los árboles en flor. Ella es lluvia, es canto, es risa, centella en una noche de luna llena, fuego en el frío, calma en la tormenta, la sal del mar, el rocío del musgo, la vida, incluso la muerte si fuera menester para revivir al bosque. Ella, Laura.

1180.7.- Museo de caza
Puma disecado, cabeza de león enmarcada en la pared, manada de hienas embalsamadas, un dragón escupefuego adornando la sala de mando, los cráneos de seis predators… ¡Menudo museo de caza han montado los alienígenas en sus ovnis!

1180.8.- Ratón de biblioteca
Maese Roedor es un ratón de biblioteca –literal– que de tanto comer libros de caballería llegó a creerse caballero andante, de modo que una madrugada, a lomos de su sapo, Saltarín, salió al campo a desfacer entuertos y solventar encrucijadas.

1180.9.- Orillas donde atardece a su propio ritmo.
La vida es una joven vestida de azul arreglando un ramo de flores; es navegar en ‘périssoire’ por el río Yerres; asistir a las carreras de Longchamp; escuchar una sonata de Germaine Tailleferre; atravesar a nado un río de orillas donde atardece a su propio ritmo.

1180.10.- Hacia la ciudad humana
Tropa de orcos en formación Ariete dispuesta a embestir; se escuchan las trompetas, las flores resuenan y el eco clama venganza al amanecer; los duendes montan sus dragones; la reina da orden de ataque –el bosque avanza– a lomos de su unicornio.

1180.11.- Un hiperlugar
Camino de ninguna parte existe una recoleta villa de extraña apariencia donde sus habitantes, cual Napoleón a lomos de un pumgrifo –ser entre puma y águila–, difieren del resto de la humanidad en idiosincrasia ecléctica y diversidad cuántica.
Don Eliodoro Milpiés, por ejemplo, ha ampliado su casa con unos tablones atados al ventanal del salón –que se sostienen inestables con un par de globos de gas– y así, cual jinete de dragón, toca el piano y come hongos fritos con chile mientras su esposa ve la tele.
Llaman a la villa Remanencia 3.14 por motivos que sobrepasan la lógica euclidiana. Allí también viven los Areopagita, una tropa de rancio abolengo que, según habladurías, guarda un unicornio en el Salón de la Máquina del Tiempo, en el segundo piso de su casa.
Luego están –¡Dios nos libre de su compañía!– los transparentes Hernández-Alharacas, naturales, según el RAES –Registro Acivil Estándar Subnodal– de la villa, de un espacio atemporal de probabilidad cero que no existe en nuestro universo. Guardan sus ovnis en el sótano.
¡Y qué os contaría de los Admunsen-Rococó García! Habitan el castillo de la colina y sólo salen de noche pues el sol les hace requiebros mortales en el hipocondrio –se les conoce como los Vampiros–. El caso es que son insoportables.
Sí, Remanencia 3.14: todo un hiperlugar.

1180.12.- Jugando a las canicas
―¿En qué piensas?
―En otros tiempos.
―¿Cuáles?
―Aquellos en los que, jugando a las canicas, conquistábamos mundos.

1180.13.- Lo que desconocen
Al anochecer, entre la bruma del bosque, surge una bandada de aves de grito agudo y grandes alas negras; simples vampiros –dicen–, grandes murciélagos. Lo que desconocen es que, cuando lleguen al pueblo, no se reflejarán en ningún espejo.

1180.14.- En la encrucijada
En la encrucijada de una noche fría, en un rincón maldito, sólo el crujir de un árbol seco agitado por el viento y el ulular afónico de un búho rompen el silencio. Un demonio mira el reloj. Son las 23:59:57… 58… 59… Medianoche en punto. Y en el árbol seco se materializa un ahorcado colgando de una cuerda. «¿Por dónde se va?», le pregunta el demonio. El ahorcado, con la cabeza inclinada, la carne seca y medio carcomida, sin globos oculares y con sus ropas hechas jirones, alza tembloroso el brazo derecho y apunta en dirección nornoreste. «Gracias, amigo», le responde el demonio, y, tomando la dirección indicada, se va caminando rumbo al infierno.

1180.15.- Una pareja aberrante
Él es un esqueleto andante de huesos relucientes; ella tiene figura esbelta de mujer, cabeza de colibrí tornasolado y grandes alas translúcidas como las de las mariposas. Apenas salen de casa, y, cuando lo hacen, van bien abrigados para ocultar su aberrante apariencia; sólo salen abiertamente en carnaval –las noches, de hecho–, pues esos días pasan desapercibidos entre el resto de la gente disfrazada –incluso, en una ocasión, ganaron un concurso de disfraces–. Son raros, sin duda, aunque no es culpa suya; después de todo les conjuró una vecina amargada –aunque aún tienen esperanzas de encontrar el antídoto– que les envidiaba su felicidad conyugal.

1180.16.- Un flechazo
Se conocieron una noche clara de otoño: él le aullaba a la luna llena, ella le chupaba la sangre a un turista sueco; fue un flechazo a primera vista en uno de esos domingos de respirar tranquilidad.

1180.17.- El viento de los días eternos
Recuerdo el instante en el que, surcando en kayak el Lago de las Estatuas Durmientes Sumergidas, un impulso etéreo me elevó sublime y me encontré –¡oh, sino!– volando a lomos de un enorme pez alado; y así, incólume, pude danzar con el viento de los días eternos.

1180.18.- Te he dibujado
Te he dibujado en la pared viniendo con paso decidido y el viento removiendo tus cabellos. Te he dibujado tal y como espero verte cuando atravieses el muro de ladrillos de nuevo desde aquel País de las Maravillas al que fuiste y me confirmes: «hic sunt dracones».

1180.19.- El tesoro del pirata
―Alcancías, Watson, en simples alcancías, en ellas ocultaron el tesoro del pirata O’Flaherty.
―Pero eso carece de sentido, Holmes; ¿cómo lo averiguó?
―Por las abejas, Watson, ellas me indicaron el lugar; vi sus huellas con mi lupa.

1180.20.- Letras al aire
Dicen que escribo aleatorio, y no es para tanto; al fin y al cabo sólo tiro las letras al aire a ver cómo caen en la hoja en blanco.

1180.21.- Bóveda Antinuclear
Bóveda Antinuclear, se llama el garito. Está construido, como el resto de habitáculos, bajo tierra. Llevamos así ocultos desde el final de la última guerra. Pero seguimos sin poder salir a superficie; los aliens siguen arriba, vemos sus huellas.

1180.22.- Coros al sol
Por el prado las espigas hasta la cintura cubren, el sol en lo alto clama paciencia; el eco del día susurra torrentes y el vuelo de las aves dibuja garabatos locos. Dicen que la luna sale de noche, pero hay crepúsculos tardíos en los que se asoma impaciente con su rostro bonachón y su rocosa sonrisa. En aquel atardecer, por el cielo un pez gigante sobrevolaba insigne y las risas de las hadas reverberaban tiernas. Aquello no fue un sueño, no, pues llegando al río nos mojamos los pies cansados y recostados entre flores y espigas, rodeados de abejas y libélulas, le hicimos coros al sol que se retiraba.

1180.23.- El monstruo del sótano
Me dijeron mis padres que en el sótano había un monstruo, que no bajara allí, que era muy peligroso; yo sabía que no era cierto, el monstruo se había venido a vivir bajo mi cama.

1180.24.- Tetera Ma
Tetera Ma es una mujer indecible de fuerte carácter, hecha a sí misma, gerente implacable de La Colmena, la estación espacial sita en el asteroide Galímedes II de la nebulosa Osetia. La llaman Madre Araña pues es su nido, su tela, su construcción.

1180.25.- El escenario de un crimen
En una vitrina baja de cristales rotos, en una casa abandonada, vieja, de cortinas desgarradas y polvorientas, de muebles antiguos de épocas añejas de antes de que nuestros abuelos fueran niños, una mujer yace muerta boca arriba con el cuerpo descoyuntado como si hubiera caído desde lo alto o como si la hubieran tirado como quien tira un saco de patatas desde una ventana; la cabeza la tiene ladeada –sus ojos abiertos; su cara, un grito– colgando por el borde de la estantería, los brazos tensionados en un alarido sordo y los cristales acribillando su cuerpo inerte como alfiletero. La mujer de mediana edad tiene sus manos crispadas agarrándose el esternón roto, abierto, desgajado desde dentro, de donde –como en tiesto de tierra fértil– ha crecido un rosal florido ensangrentado, un ramillete de tallos altos de grandes espinas puntiagudas y de hermosas rosas rojas.

1180.26.- Surfistas estelares
Surfistas estelares, nos llaman, patrullas que vigilamos los cuadrantes de malvivir y que protegemos a la galaxia de los restos de una humanidad corrompida y criminal que ansían volver a recuperar su antaño poderío mafioso en solitario.

1180.27.- Aterrizaje forzoso
―¿Se libró de los surfistas?
―Sí, eso parece; tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia cuando a su nave se le agotó el plasma solar. Estuvo tres días, dice, corriendo solitario como alma que lleva el diablo por el desierto, asegura, esquivando como pudo a esa bandada de sanguinarias garrapatas gigantes que surcan las dunas y bucean en ellas a lomos de los descomunales gusanos dune’ii cazando y devorando todo lo que encuentran a su paso, y casi se vuelve loco; sí, ha sido un golpe de suerte que lograra escapar de ellos y nos encontrara –dice el líder de los tuaregs caníbales mientras afila su cuchillo.

1180.28.- Un asunto rebuscado
Era una noche lluviosa y fría. Quien diga que mi profesión es glamurosa no sabe lo que dice, creedme. Solitario en mi coche, aparcado en un callejón oscuro, le vi llegar tras cinco horas de tedio y sueño apenas sorteado con un termo de café, un par de sándwiches y un juego de esos de jenga en miniatura que llevo siempre en la guantera para matar el tiempo. Y eso que llegar hasta allí había sido todo un reto, lleno de sobresaltos e imprevistos: tres soldados del Quinto de Northampton asesinados, una alcancía hallada en la cruceta de la bóveda de unas ruinas góticas conteniendo cinco doblones de oro españoles de a ocho, huellas de un ser mitológico que descubrí gracias a la lupa de mi abuelo Anselmo, los restos de una tetera de porcelana china que contenían vapor de ántrax y la foto de una playa desconocida en la que aparecían unos surfistas y, a lo lejos, una construcción borrosa como de una nave espacial que despegara de las profundidades marinas. Todo ello para llegar a un garito de mala muerte regentado por unos mafiosos rusos de tiro fácil y moral nula. Mi objetivo era Vladimir Sokolov, su jefe, un mal tipo donde los haya. Tardé cinco minutos en entrar, cargarme a sus gorilas y descargarle el cargador de mi semiautomática. Eso fue todo; para eso me habían contratado, para ajustar cuentas.

1180.29.- Einstein y Schrödinger [1]: Más veloz que la luz
Lo que a Einstein más le costaba incluir en su teoría de la relatividad era cómo era posible que el gato de Schrödinger, cuando estaba vivo pero no vivo y muerto pero no muerto, pudiera viajar más veloz que la luz.

1180.30.- Einstein y Schrödinger [2]: Teorías
―¿Cómo va tu teoría, Einstein?
―Como tu gato, Schrödinger: a veces viva, a veces muerta, a veces viva y muerta a la vez.

1180.31.- Púgiles
El gordo y el flaco se conocieron en un torneo pugilístico. Cuanto más a muerte se pegaban, más reía el público. Al percatarse de aquello ambos contendientes decidieron sacarle partido y dedicarse al mundo del ‘entertainment’; pero eso es otra historia.

1180.32.- Elevadas a ras del cielo
Elevadas a ras del cielo surten las horas fragantes de danzas al son del tiempo, y, entre promesas fugaces y ecuaciones imperfectas, se escuchan apocadas armonías de sublime sonoridad; ecuánimes raíces inmemorables que infunden en lo insondable del alma petrificada sudores de naturaleza sangrienta cuan infundados resortes que parecieran desnivelar la fundada conjetura de la verdad desvelada sobre nuestra efímera existencia. ¿Rugen las olas?, ¿claman los demonios reflexiones inmorales mientras los ángeles declaman pensamientos intachables? ¿Acaso surfean los astronautas los mares estelares?, ¿o vuelan los duendes a lomos de petirrojos azules? No confundas, pues, ideales y realidades, pues no hay vidas cortas ni largas, sino, en todo caso, inacabadas cual obras de arte.

1180.33.- A otro mundo inimaginable
Fotografía el fotógrafo con perspectiva acimutal, sin prisa y con precisión milimétrica, la puerta de la madriguera –comidilla entre las gentes del pueblo– que da a otro mundo inimaginable de duendes y hadas; así, con toda intensión.

1180.34.- Sócrates y Dientes
Sócrates tiene quince años, vive solo en una cabaña perdida en medio del bosque y es un manitas de la mecánica, la electrónica y la programación IA. Cada mañana saca a pasear a Dientes a que coma algo por ahí. Ambos son buenos amigos. Dientes le tiene verdadera devoción. Antes de que Sócrates le reconstruyera había sido un triturador industrial de carne; ahora devora coches viejos o, si tiene suerte, piezas de electrodomésticos que encuentra en el basurero de la ciudad más próxima. Le pirran los faros halógenos.

1180.35.- Colombiana
Colombia, su patria; Colombiana, su lema. Creció en tierra dura, fue adiestrada en la lucha. Sus padres, asesinados por el cártel, la enseñaron bien. Ella buscó justicia; encontró derecho, paz y belleza en la vida, como vidriera en una catedral.

1180.36.- Un nuevo día
Es por todos conocido que de las tierras altas nace el pensamiento insigne que por el viento se deja mecer, y que al acariciar sedoso de la piel se enciende cual ladrón amante en la noche. Silencio, calma, que la reina hada se acerca. Ya los pájaros de plumaje terso claman himnos, ya el eco entona cantos de bienvenida. Es un nuevo día, y el amanecer sonríe, la bruma se retira humilde, los duendes om’shy hacen guardia a las puertas de palacio; en el bosque la vida se abre paso osada, heroica, homérica acaso.

1180.37.- Einstein y Schrödinger [3]: De vacaciones

A Einstein y a Schrödinger les encantaba aquel lugar para pasar las vacaciones: a uno porque allí el tiempo pasaba lento; al otro porque en aquella calma veraniega se sentía vivomuerto.

1180.38.- Un té con pasas
―¿Miel?, sí gracias, una cucharadita –dijo el anciano.
Las dos amables ancianas, vecinas de don Genaro, le habían invitado a tomar un té con pasas. Poco después, contentas de haberle ayudado, enterraban en su jardín –ya era el quinto– su cadáver.

1180.39.- En su juventud
El viejo lobo de mar se apoya en la barandilla de proa, observa el horizonte y sonríe. El viento sopla fuerte. La mar está algo agitada, como antaño en su juventud. Le veo desde la cabina. Dejo puesto el piloto automático y me acerco a su vera. Sin decir palabra le ofrezco un pitillo. Él alarga su delgada y huesuda mano y coge uno. Le acerco lumbre y, arrimando la cara, lo enciende. Respira hondo y suelta una gruesa humareda. Con el cigarrillo en la boca regresa a sus pensamientos de antaño, mira el horizonte y sonríe de nuevo.
―¿En qué piensa, padre? –le pregunto– ¿En sus ballenas?
Pero mi padre permanece en silencio y sigue mirando al mar, a lo lejos, rememorando cuando salía con sus compañeros a cazar aquellos monstruos grandes como edificios procedentes de lo profundo, aunque no eran ballenas.

1180.40.- Un hombre solo
En un rincón imposible, más allá de lo conocido, vive un hombre solo. En su granero cuida monstruos de mil tentáculos y cien ojos rojos, grandes como ballenas, que le dan leche, alcohol y sangre, según lo que hayan comido; en sus campos pacen fantasmas y en el lago bucean sirenas asesinas largas cual mangueras de riego; los días de lluvia torrencial sale a pasear y, abriendo su paraguas, levita cual diente de león mecido por el viento; y, cuando la niebla cubre el prado, los gigantes warak’s, altos hasta rozar las nubes, de patas cual arañas, dientes cual machetes y aullidos cual chirridos de locura, se acercan a su casa buscando protección, pues esos días los uskor’w acechan inmisericordes.

1180.41.- La reoca
Prismáticos con no sé cuántos aumentos, de óptica supra-no-sé-qué, resistentes a lo impensable… ¡la reoca, vamos! Y todo para cerciorarme de que veo lo que veo… Pues sí, mi vecino ha abierto un teleportal –¿eso es un centauro?– en su salón.

1180.42.- Secretos del bosque
Llamadme Eliseo. Hace unos años en… pero no, pues, aunque conozco el nombre del lugar donde nací, no quisiera tener que acordarme de lo que allí sucedió, no sea que no pueda librarme después de los paparazzis que, fotografía en ristre, clamaran con intensión insufrible sin dejarme en paz. No. Permitidme, en cambio, que os cuente otra historia:
Don Eustaquio es uno de esos tipos que no tienen pelos en la lengua, y, en los últimos años del siglo XIX, como dijera el poeta, «ya Chil, el milano, nos trae la noche que Mang, el murciélago, ha soltado» –pues de todos es sabido que la salida de la luna trae su propio cadáver sin tener que irnos del salón a buscarlo–. Y así, mientras de chupete en chupete llora inconsolable el bebé en su cuna –pues sabe que, si persiste, su madre le dará miel en su cucharita–; y mientras doña Clara toma café de Colombia; así, digo, viven los Anghelescu en su castillo, cual catedral pagana entre bosques y alelíes. Y hoy, como ayer, sale don Eustaquio al atardecer –mochila al hombro, rifle a punto, discreto con sus prismáticos– pues está convencido –tiene pruebas al respecto– de lo que sucede por aquellos lares. Y hoy, como ayer, regresa vacío, pero eso no le impide contar en el bar –a quien le quiera escuchar– que en aquellos bosques intransitados habitan monstruos, criaturas de otro mundo.

1180.43.- Almas gemelas
¡Hay tantas cosas que merecen nuestra atención!… ¡tantas cosas, sin embargo, que se nos pasan por alto!… Como cuando caminando por entre las espigas –como quien navegara por entre las estrellas– reconozco brisas que el eco mece paciente y que me retrotraen sin yo preverlo a recuerdos olvidados de otros tiempos, con el aroma de las flores que clama en silencio frágiles partituras que las aves canturrean osadas, y sin pedir permiso, sabedoras del bien que hacen; o cuando paseando por una callejuela perdida, cuyo borroso nombre en la placa de la esquina apenas se comprende, me percato de una tienducha que no recordaba que existiera y cuyos escaparates –antaño lustrosos, ahora mates– siguen ofreciendo, no obstante, tesoros de otros mundos; ¿y qué decir del pintor ambulante que en una esquina de la calle dibuja paisajes imposibles?, ¿o qué pensar de los niños que en el parque juegan a ser astronautas y en un planeta lejano acuerdan un pacto de paz y cooperación con los alienígenas nativos?, ¿y qué de las hadas que revolotean al amanecer entre la bruma del bosque?… A todos ellos –almas gemelas de mis mundos internos– les ofrezco mi más sincero agradecimiento.

1180.44.- Pasear de noche por la playa
Dicen que a la duquesa de Sanseverina le gustaba pasear de noche por la playa de Java y escuchar romper las olas contra las rocas. Sus lacayos iluminaban con antorchas cual peces abisales con sus órganos bioluminosos en el extremo de un apéndice sobre la cabeza.

1180.45.- Brújula del norte
Brújula del norte –Malefrúluga se llamaba–, sobrinújula nieta de la viéjula bruja del este. Recuerdo con cariño sus fiestucas y aquelarres. Aquellos menús estrambóticos de jugos de dragón y sorbetes de miedos al pil-pil… Comidos, claro está, con tenedor.

1180.46.- Sabroso banquete
Eran unas manzanas rollizas, grandes, hermosas, de un rojo apetitoso y seductor. Los recién llegados sólo habían comido comprimidos nutricionales durante su largo viaje estelar hasta llegar a aquel apacible exoplaneta, por eso –los escáneres no detectaron tampoco ninguna sustancia venenosa en ellas– no pudieron contenerse a probar tan suculentos frutos. Y todos a una se lanzaron a los árboles y fueron a cogerlas. Sólo tenían ojos para esas, a todas luces, sabrosas frutas; por eso ni siquiera les dio tiempo a reaccionar cuando las manzanas, abriendo sus mandíbulas y expandiéndose de un modo ilógico, espantoso y brutal, se los zamparon uno a uno –cada manzana a un explorador, empezando por la mano y acabando por los pies– de modo que, tras algún que otro monstruoso eructo, las manzanas volvieron a su posición de reposo a la espera de la llegada de otro banquete de aquellos inocentes y sabrosos recién llegados exploradores humanos.

1180.47.- Trocitos de un amanecer
Escribo pequeños cuentos sin importancia -como trocitos de un amanecer que quiere ser recordado- para, así, alcanzar la inmortalidad del olvido.

1180.48.- Custodio de una tumba
Por la noche conversaba dicharachero con sus vecinos, reía contando chistes, soñaba con viajar a las estrellas; por el día era una estatua de mármol, custodio de una tumba sin nombre, en el cementerio.

1180.49.- Burbujas de incienso
Burbujas de incienso, aroma a muerto, cataclismo en ciernes al borde del acantilado negro, aullidos de búhos, ulular de lobos locos…; y en la densa bruma, augurio de calamidades ciertas, las tres brujas claman, cual posesas, la venida del Demonio.

1180.50.- Aguardando el Metro
En la parada del Metro aguardan ejemplares disonantes de especímenes de dulzura diversa y sentir efímero: una mujer de pasado impropio y piernas tentaculares –cual pulpo o kraken– que cuchichea con el espectro de una dama loca; un pez de mirada aviesa que nada dentro de una escafandra transparente que le sirve de exoesqueleto para poder andar por la ciudad y que contiene agua oxigenada para respirar; una babosa de cien ojos del tamaño de un oso polar que lee a la vez los periódicos de los cinco pasajeros que esperan a su alrededor; un superhéroe de mallot azul cielo y capa roja que, de vez en cuando, sobrevuela impaciente el andén; un niño robot que rompe a llorar cuando el anuncio por los altavoces de la llegada inminente del próximo tren le despierta de su sueño, quizá incluso de su ciberpesadilla; una anciana de cabello fucsia que lleva de la correa a su mascota: un cocodrilo de seis metros de largo llamado Leandro; una gárgola que aprovecha la espera para comerse una vaca –muerta, claro está– cruda; un fauno que toca la flauta de dos tubos al son de unos mariachis que interpretan un centauro y una ninfa; un enjambre de hadas… y otros alienígenas por el estilo. No me cabe duda de que, desde que entró a formar parte de la Confederación de Planetas, la Tierra se ha vuelto muy popular, pues a ella acuden ahora gentes de toda la galaxia, de todo el universo incluso.

1180.51.- Cambio de menú
El vampiro, cansado de la sangre de vagabundos y perros, una noche en la que acechaba desde un oscuro callejón en un barrio bien, lanzándose al cuello de una joven VIP, se pasó al bloody Mary.

1180.52.- Gentes sin cerebro
―Son gentes sin cerebro ni raciocinio.
―¿Los zombis?
―No, los gobernantes que tenemos.

1180.53.- Al otro lado de la pared
Es de noche. En el caserón una joven asustada escucha nerviosa apoyando el oído a la pared: dicen que en la casa habitan fantasmas.
Al otro lado de la pared un fantasma guarda silencio intentando escuchar; está asustado, dicen que en la casa habitan vivos.

1180.54.- Jugando en el jardín
Jugando en el jardín encontré unos animalitos, pequeños, de un azul marino precioso. Con el tiempo crecieron y ahora, cuando me aburro, voy de mi cuarto a la cocina y de ésta salgo a jugar al jardín a lomos que estos preciosos caballitos de mar voladores.

1180.55.- Pesca en el lago
Pesca la duquesa flores en el lago y su sobrino, con gesto refunfuñero, protesta airado porque no ve sirenas ni dragones saltar del agua; «¡esto es una engañifa, tía!», grita mientras se resigna a perseguir libélulas pedaleando en el triciclo.

1180.56.- Tiempo de aguacero
Tiempo de aguacero, rayos, truenos, frío, escalofríos aún al fuego del hogar… pero hoy no. «Ajustando el vórtice a fase 5; coordenadas 48130x80x02; destino: Hawái en verano», se dice el –intrépido y viajero del tiempo– audaz investigador.

1180.57.- Informando
Todos los días escribo algo, lo que sea, aunque sólo sea una línea, incluso sólo una palabra, no quiero que digan de mí que estoy de brazos cruzados; después de todo son un pozo sin fondo de asombrosas locuras. En mi planeta estarán flipando al leer de los humanos.

1180.58.- Regidos por la moda
Del puerto de pesca, en la frontera norte de la ciudad, despegamos en el utilitario estelar como ballena surcando los mares. Yo pilotaba y mi compañero ajustaba el panel de control; «brújula magnética en precisión ¾, ajuste toda; burbujas de tugsteno en retroceso moderado ciclo alfa; inicio triciclo estelar en cuadratura, nivel Sym’7», fue diciendo. «¿Cómo vamos de tiempo?», pregunté. «Llegaremos puntuales a la cena, tranquilo», me respondió. Resultaba sorprendente la velocidad punta que alcanzaban los nuevos diseños de los turboaéreos –estaban de moda las naves biotecnomiméticas de animales, sobre todo marinos, por eso de la aerodinámica; la nuestra era una ballena pequeña–. 4 minutos 53 segundos después amarramos la aeronave junto a la entrada del restaurante, en el piso 177 de uno de los céntricos rascacielos de la ciudad; 4 minutos 53 segundos para recorrer 592 kilómetros era sorprendente, la verdad –y es que las inmensas ciudades requieren vehículos ultraveloces–. Llegamos puntuales a la fiesta. Celebrábamos el noventa cumpleaños del investigador jefe del departamento de robótica donde trabajábamos. Fue una jornada la mar de alegre, es cierto, aunque, ¡demonio!, nunca me acostumbraré a las nuevas modas culinarias; ¡dónde se ha visto que se coma la sopa con tenedor!

1180.59.- Fueron un regalo
Cuando las naves de aspecto amenazador, grandes como ciudades, llegaron de improviso hubo desconcierto y pánico; bueno, hasta que descubrimos que venían en son de paz. De hecho fueron un regalo para la humanidad, como la belleza de esos cielos que llegan después de la tormenta.

1180.60.- Un árbol muerto
En lo profundo del bosque hay un árbol muerto en el que, colgadas de cuerdas atadas a las ramas, hay colocadas máscaras de piedra y madera, máscaras mortuorias que marcan la frontera con el bosque insondable donde, dicen, habitan los monstruos.

1180.61.- Urn’kara
En las noches sin luna, en lo hondo del bosque, sobrevuela entre los árboles un gigantesco besugo espectral –Urn’kara le llaman–. Sólo un hombre le ha visto. Un hombre que fue encontrado loco en la frontera norte. «Urn’kara, urn’kara…», repetía una y otra vez.

1180.62.- El mundo en su arte
El mundo en su arte donde discurren los códices del génesis; donde la primavera –o el mito de Perséfone– dibuja, en láminas metálicas, pequeñas hadas de otoño rojo de geometría sacra, como manifiesto de magia. Allí, en un lugar para comprar y vender todo lo que está hecho a mano, disfruta de la vida secreta de los árboles de madera sobrenatural –por Ny’oro del Torrente Bravío la conocen– y dibuja acuarelas locas en gravedad ingrávida.

1180.63.- Lluvia de meteoritos
El tren se detuvo en la estación, la brisa removía leve los rebrotes del árbol que había crecido en un rincón del vagón y que se extendían por doquier convirtiéndolo en un recoleto jardín, el sol brillaba en lo alto y sus rayos penetraban por las ventanas dibujando sombras chinescas en los asientos. Se abrieron las puertas y un gran oso pardo subió y se sentó a mi vera. Vestía ropa de diseño retro pero con toques de épica futurista. La gente a mi alrededor siguió en sus cosas sin prestarle demasiada atención, yo tampoco –aquella lluvia de meteoritos de hacía año y medio les había afectado y ahora los animales eran inteligentes; algunos incluso más que los humanos–, pero ya nos habíamos acostumbrado a ellos y viceversa.

1180.64.- Remoto futuro
Remoto futuro, acaso reticente pasado, incluso reacio presente inmaduro. Allí una posada al borde de una hilera de sardinas secas cuando los cogollos de la ciudad de Fuyuki se cierran en el sueño de la incubadora. Nieve ligera y sésamo a medida que la tierra se inclina y el brillo de las canciones nocturnas nos sumergen en historias para dormir, o puede que no; en todo caso aquí estoy, riendo leyendas urbanas por la noche. Mira, un sombrero alto como arpa de viento que se acerca a la playa. ¿Es agua caliente la que se ilumina en la distancia? El lago soporta las aves acuáticas y el peso del sol, las luces traseras están llenas de gente; aquí está, llega el humo y la lluvia. Al final nos alcanzan los pétalos de las flores de té de la montaña que hacen sonar el viento –y que cruza el ferrocarril oxidado– si vas en otoño.

1180.65.- Scriptor nova
Observemos al ‘scriptor nova’ en un merecido descanso, aún con la cara tiznada de hollín y la vestimenta sucia –¡oh sublime parafernalia mimética del proceso creador!–; después regresará a su quehacer de escritor: esta vez una de ciencia ficción ambientada en una mina de Orión.

1180.66.- En día denso
No quisiste pasear en día soleado; «bajo la niebla», dijiste, «que es más acogedora»; y te vimos partir en día denso y entre la niebla perderte y no volvimos a verte. ¿Te comió la niebla o alguno de los monstruos que en ella habitan?; pero no hubo respuesta.

1180.67.- Todo por nada
Especias por las que declarar la guerra, mil y una nimiedades para satisfacer nuestras gulas, nuestras envidias, nuestras vanidades… ¡ay, la humanidad y su estupidez; y todo para ver quién es, finalmente, el más rico del cementerio!

[FIN]

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Haiku 1750 – 1754

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Haiku 1750 – 1754

–1750–

entre los lirios
blancos un petirrojo
y un saltamontes

entre los lirios blancos un petirrojo y un saltamontes

–1751–

Cuando anochece
los árboles se vuelven
niebla en otoño.

Cuando anochece los árboles se vuelven niebla en otoño.

–1752–

Entre los pétalos
se almacena agua; ¡mira!
un saltamontes.

Entre los pétalos se almacena agua; ¡mira! un saltamontes.

–1753–

Septiembre cálido;
aún las mariposas
huyen del sol.

Septiembre cálido; aún las mariposas huyen del sol.

–1754–

En una flor
se posan dos avispas;
aún otoño.

En una flor se posan dos avispas; aún otoño.

Luis J. Goróstegui
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Csi 1179: En nada y en todo

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[1179]

1179. En nada y en todo

―Se te ve meditabundo, ¿en qué piensas? –me preguntó alguien con el que compartía viaje.
―En nada y en todo… no sé –dije–. La vida pasa en un suspiro y las cosas te suceden fugaces –comencé a decir abstraído sin dirigirme a nadie en concreto–, y los paisajes se deslizan uno tras otro como si los observaras desde la ventana de un tren como este que marcha a toda velocidad. Uno, otro, otro más, ¡mira allí!, y no te da tiempo a fijarte en los detalles, todo es un borrón, un bosquejo indefinido, sólo ves luces allí, un manchón allá, ¿has visto eso?, a lo lejos alguien parece saludarte con la mano y cuando quieres reaccionar y responderle ya es tarde, ya no está; mira, en su lugar hay un árbol, o un lago, o una vaca pastando. Todo es muy confuso, ¿verdad? –pero mi compañero de viaje no contestó–. Es como vivir en un cómic, uno de esos díscolos e ilógicos de viñetas dispares y asimétricas, y las ves pasar e intentas comprender de qué trata la historieta pero no logras acertar, y sólo (si tienes suerte y haces un esfuerzo ímprobo) percibes trazos, algún que otro objeto nítido (un vaso, una mesa, quizá algunos lápices de colores), alguna frase con cierto sentido dicha por uno de los personajes, alguien a quien crees conocer (un poco sólo, no te vayas a creer); a veces, incluso, te ves a ti mismo participando en la trama pero enseguida te diluyes y las viñetas vuelven a pasar borrosas, demasiado veloces como para comprender nada y sólo puedes confiar en que en algún momento inesperado el tren ajuste su velocidad a tu velocidad de comprensión y puedas saber por dónde vas en este loco viaje en el que te han metido sin pedirte permiso, ni del que ni siquiera sabes para qué sirve, ni, mucho menos, a dónde te lleva. Y sólo al ir finalizando del camino empiezas a vislumbrar algo, a sacar tus propias conclusiones. Recuerdo que, cuando me vi en este tren, me dijeron que podía llegar a cualquier parte, siempre que viajara lo suficiente, y ahora me doy cuenta aún sin saberlo del todo (sí, es difícil de explicar) que lo importante no es que llegue a muchos sitios, no, sino que lo que haga allí donde esté sea de provecho para contigo mismo y los que me rodean; para la humanidad toda ella (la pasada, la presente y la futura a la vez, incluso), pues todos somos uno.
―Disculpa, yo me bajo aquí; buen viaje –me dijo mi acompañante; y, levantándose, se fue. Alguien ocupó su lugar.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Csi 1178: El asesinato del profesor Quintana

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[1178]

1178. El asesinato del profesor Quintana

Era mi primer caso como detective privado y no podía haber elegido uno más, a priori, irresoluble. El profesor Arturo Quintana trabajaba en su casa, en su laboratorio, y vivía solo –sin contar a su ayudante, Eiren, que fue quien le encontró estrangulado en su cama aquella mañana y quien llamó a la policía–. La última persona que había estado con él aquel día –si exceptuamos al repartidor– había sido la doctora Susana Torres –una colega del profesor que fue quien requirió de mis servicios profesionales–; pero, según su declaración, se marchó a las 22:15 horas, tras haber estado revisando juntos la eficiencia de unos pseudocódigos neuronales –unos vecinos suyos la vieron llegar a casa a eso de las 22:40 horas–. Luego, según el registro del buzón de voz, el profesor llamó por teléfono a las 22:35 horas pidiendo una pizza; el repartidor hizo la entrega a las 22:53 horas y el profesor pagó en efectivo, según declaración del muchacho. Eiren afirmó que se había ido a su habitación a las 23:05 horas dejando al profesor viendo una película en la televisión y que no escuchó nada extraño en toda la noche. Además el sistema de alarma de la casa tampoco detectó aquella noche ningún intento de allanamiento de morada. Resultaba evidente que el sospechoso principal era Eiren, pero había un pequeño detalle que echaba por tierra dicha conjetura: el ayudante del profesor tenía que decir la verdad –y por tanto ser inocente–, pues todo el mundo sabe que ningún robot puede eludir el cumplimiento de la Ley de la Robótica que impide que pueda matar –y ni siquiera, por su inacción, que se cause el más mínimo daño– a un ser humano. Pero, si no fue Eiren, ¿quién?
El profesor Quintana era doctor en robótica y Eiren su prototipo última generación en el que probaba sus proyectos y avances. Llevaban juntos quince años, desde que el robot era por aquel entonces sólo un simple esqueleto de aleaciones y primitivos sensores y el profesor un recién graduado. Y eso era todo. Me encontraba en un callejón sin salida: no tenía ningún sospechoso, y el que lo era ‘no podía’ serlo pues le era materialmente imposible haber cometido el crimen.
―¿Tenía el profesor algún enemigo? –le pregunté a la doctora Torres.
―No, era muy admirado entre sus colegas; era alguien en quien se podía confiar –me respondió.
―¿Qué relación les unía?
―Una estrictamente profesional.
―¿En qué trabajaba últimamente? –añadí.
―Estaba diseñando un nuevo tipo de controlador neuronal de comportamiento, el Sygma300 –me dijo–. Precisamente aquel día estuvimos revisando algunos de sus pseudocódigos.
Aquello me hizo que pensar y ese mismo día fui a interrogar a Eiren a las dependencias de la policía donde le tenían confinado como sospechoso, a la espera de un exhaustivo examen técnico.
Al entrar en la sala de interrogatorios me sorprendí al ver a Eiren. En las únicas fotos que había visto suyas hasta entonces era un simple esqueleto metálico de cara plana e inexpresiva; ahora, sin embargo, tenía ante mí a una hermosa mujer de tez morena, figura atlética, grandes ojos verde azulados y pelo corto negro azabache que vestía ropa deportiva. Si no hubiera sabido que era un robot la hubiera confundido con un ser humano.
―¿Mataste al profesor Quintana, Eiren? –le pregunté sin rodeos; al fin y al cabo un robot no puede sentirse ofendido, dicen.
―No. ¿Por qué habría de haberlo hecho? –me preguntó mirándome fijamente.
―¿Qué opinión te merecía el profesor? –le pregunté.
―La mejor que pudiera tener –me dijo–. Llevábamos juntos desde el principio. Él me hizo y me fue mejorando hasta convertirme en la mujer que soy ahora. Yo era su musa; me lo dijo infinidad de veces mientras probaba en mí sus ideas. Él me modeló. Se podría decir que me hizo a su imagen y semejanza; incluso mejor.
―¿Qué pasó aquel día? –le pregunté.
―Nada fuera de lo corriente. Estuvimos trabajando y por la noche llamamos a una pizzería. Nos trajeron una pizza a los cuatro quesos con champiñones que se comió él, naturalmente (yo no como), y a las 23:05 horas me fui a mi habitáculo mientras Arturo… el profesor Quintana… veía una película en la televisión (Un hombre tranquilo, si mal no recuerdo). Allí me conecté a la toma de energía y pasé la noche en fase REM recargando mis baterías.
―Tengo entendido que la doctora Susana Torres pasó la tarde con el profesor revisando los pseudocódigos de tu nuevo protocolo de comportamiento neuronal. ¿Qué opinión tienes de la doctora?
―¿De ‘esa’? –me espetó con un tono de descarada maledicencia– No me merece ninguna opinión, detective; esa sólo quería a mi profesor para trepar profesionalmente. Sólo yo le quería de verdad. Por mí la doctora Torres se puede ir a… –añadió sin finalizar la frase con la mirada crispada y los puños cerrados con tanta fuerza sobre los brazos de aluminio de su silla que cuando los soltó estaban arrugados como si hubieran sido de plastilina–.
Fue entonces cuando lo tuve claro.
Unos días después recibí una copia del resultado del examen técnico al que había sido sometida, y al leerlo comprobé que confirmaba en todo mis conclusiones del caso: que Eiren mintió; que ella había sido, efectivamente, la causante de la muerte del profesor Quintana movida por sus incontrolables celos –aunque el informe lo expresaba con una intrincada retahíla técnica–, pues su controlador de comportamiento no pudo soportar la idea –idea, por otra parte, ni siquiera corroborada por los hechos– de que su amado profesor pudiera preferir a la doctora Torres antes que a ella, su enamorada musa con la que había compartido tantas alegrías y tristezas; que el nuevo protocolo neuronal Sygma300 no cumplía la normativa de seguridad aprobada por la Ley de la Robótica y que, por tanto, debía ser desinstalado inmediatamente del prototipo Eiren así como someter a éste a un reseteo total de su sistema de memoria neuronal. Si nos paramos a pensar resulta increíble que se perdiera una vida por unos simples pseudocódigos neuronales defectuosos, pero así fue. De todo aquello hace ya casi media vida, aunque me parece que fue ayer; y, aunque en un primer momento se pensó en reprogramarlo para utilizarlo en alguna producción en cadena, o algo similar, finalmente –y por consideraciones que priorizaban la seguridad de los humanos con los que pudiera interactuar– se desestimó esa opción y se tomó la decisión de exponerlo en algún museo. Por eso ahora Eiren permanece en la Sala de Historia del Museo de Robótica de mi ciudad, inerte, inmóvil, con la mirada perdida en el horizonte, sentada en una silla dentro de una vitrina expositora de cerámica policristalina transparente, como un loco de los de antaño, como testigo y memoria de aquellos tiempos experimentales.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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Haiku 1745 – 1749

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Haiku 1745 – 1749

–1745–

llega septiembre
¿ves aquellas avispas
entre las flores?

llega septiembre ¿ves aquellas avispas entre las flores?

–1746–

lluvia de otoño;
repiquetea el agua
entre relámpagos

lluvia de otoño; repiquetea el agua entre relámpagos

–1747–

en el rosal
florecen rosas blancas;
el cielo azul

en el rosal florecen rosas blancas; el cielo azul

–1748–

claveles rojos
al sol de agosto; ¿ves?
el gato duerme

claveles rojos al sol de agosto; ¿ves? el gato duerme

–1749–

se va el verano
llega el otoño; ¡escucha!
zumban abejas

se va el verano llega el otoño; ¡escucha! zumban abejas

Luis J. Goróstegui
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