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213. La verdadera historia de las tres princesas.
Érase una vez, en un remoto reino, más allá de la gran montaña solitaria, un rey y una reina que vivían en un hermoso castillo. Tuvieron unas preciosas trillizas, a las que llamaban cariñosamente Blancanieves, Cenicienta y Belladurmiente, porque la primera tenía la piel blanca como la nieve, la segunda, algo hiperactiva, siempre estaba manchada de ceniza de la chimenea –pues le gustaba disfrazarse de deshollinador–, y la tercera, más templada por el contrario, a quien le gustaba dormir largas siestas –en verano, sobre todo–. Resultó que un aciago día, cuando las princesas aún eran muy pequeñas, unos desalmados malhechores las secuestraron. Sus padres esperaban recibir noticias con las exigencias del rescate pero nadie se puso en contacto con ellos y no volvieron a tener noticias de sus hijas.
Pasaron algunos años y un día llegó al reino un joven cuentacuentos, procedente de tierras lejanas, que contaba singulares relatos de aventuras, misterios y magia. La gente del reino se agolpaba a su alrededor para escucharle contar sus intrépidas historias. Como era de esperar, la presencia del cuentacuentos tampoco pasó desapercibida para el rey y la reina, pero lo que realmente les asombró fue enterarse de que los relatos del cuentacuentos estaban protagonizados por tres princesas cuyos nombres eran precisamente los de sus añoradas hijas. Los reyes le hicieron llamar y éste les aseguró que las historias que contaba estaban basadas en hechos reales sucedidos en lejanos reinos: lo cierto es que, les dijo, se contaba que Blancanieves vivía en alguno de los reinos del Norte, y que tuvo que enfrentarse a una malvada bruja, y que la venció gracias a la ayuda de siete enanos mineros. Cenicienta, por su parte, vivía en las tierras del Este, y venció, con los conjuros de su hada madrina, a la malvada hechicera del valle y a sus tóxicas hijas; mientras que Belladurmiente, en el Oeste, sufrió los efectos de una terrible maldición que la bruja Maléfica le echó mediante una artimaña deshonesta, aunque finalmente, tras un intenso combate contra tres hadas del bosque, madrinas de la joven princesa, la malvada bruja fue derrotada y la maldición neutralizada.
―De eso tratan mis cuentos, majestades, aunque, claro, les he tenido que añadir algunas… digamos, licencias poéticas, incluso invenciones, para dar emoción y poder rellenar aquellos huecos que contiene la historia original –se justificó el joven ante la mirada incrédula y preocupada de los reyes.
Sin perder un momento, el rey promulgó un edicto por el que recompensaba con oro y tierras a quienes trajeran a sus tres hijas sanas y salvas. Unos meses después, las tres princesas volvían a casa. Lo curioso es que el valiente caballero que consiguió tal hazaña no era, técnicamente hablando, un caballero, sino un enorme ogro maloliente y gruñón –aunque en el fondo un buen tipo–, quien, a lomos de un dragón –su compañero fiel en mil aventuras–, voló de reino en reino hasta que finalmente halló a las princesas y las trajo con sus padres.
―¡Es inaudito!… ¡un ogro!… ¿cómo puede ser eso?…, ¿dónde se ha visto nada semejante?… –se preguntaban todos cuando la noticia se extendió por el reino.
Los reyes, asombrados también por el inusitado hecho, llamaron al ogro para que les contara lo ocurrido, y éste les narró lo sucedido: que cuando llegó al reino del Norte donde vivía Blancanieves descubrió que la joven estaba encerrada en una inaccesible gruta, custodiada por un rabioso monstruo, propiedad de un perverso brujo que pretendía casarse con la princesa, pero que no era correspondido por ella. El ogro comprobó que no era el primero en llegar allí, pues la entrada de la cueva estaba repleta de cadáveres de otros caballeros. Al parecer el monstruo no era fácil de matar. Sin embargo, el ogro no se amilanó y, tras luchar fieramente contra la bestia, la mató y logró liberar a la princesa: y es que tampoco era fácil matar a un ogro enfurecido. Al perverso brujo no llegaron a verlo, afortunadamente. Después, tras viajar a las tierras del Este, halló a la princesa Cenicienta. Esta vez el ogro fue el primero en encontrarla, pues la joven vivía tranquila en una pequeña cabaña, oculta en lo más profundo del bosque. Se había casado con un honrado leñador y tenía dos hijos. Al igual que sus hermanas, desconocía que era hija de reyes pues, desde que fue secuestrada cuando era una niña, nadie le había contado la verdad –al parecer, por lo que le contó la propia Cenicienta, la historia se había enredado más de lo esperado y las tres princesas, aunque parezca mentira, habían sido vueltas a secuestrar otra vez: justo cuando los primeros secuestradores iban a pedir el rescate, alguien las raptó, aunque en esta ocasión los nuevos secuestradores desconocían el origen principesco de las niñas. Posteriormente las tres princesas lograron liberarse y, avatares de la vida, cada una marchó a vivir por distintos caminos–. Por eso en este caso el ogro no tuvo que luchar contra nadie, sino sólo contarle lo sucedido. Al principio, Cenicienta no le creyó, lógicamente –no es fácil creer a un ogro, y menos si te dice que eres hijo de reyes–, pero tras enseñarle el edicto real, pareció convencerse y acordó con el ogro acompañarle a ver a sus «supuestos» padres. En cuanto a Belladurmiente, el ogro lo tuvo más fácil –tuvo que admitir éste–, y eso que, cuando la encontró, la joven era prisionera de una terrible hechicera que pretendía transferirse su juventud y convertirse así en una poderosa bruja, joven e inmortal, y la tenía encerrada en unas antiguas mazmorras custodiadas por un dragón escupefuego del Oeste. Lo cierto es que, en este caso el ogro tuvo poco que hacer, pues fue la propia princesa quien logró liberarse de la celda donde se encontraba prisionera aprovechando la llegada del ogro –y fue el propio dragón del ogro el que finalmente mató al escupefuego del Oeste, que era realmente la bruja con apariencia de dragón–; por eso tuvo éxito el ogro donde otros caballeros habían fracasado: una vez más fue su fiel dragón quien le había sacado las castañas del fuego, como se suele decir.
Tras escuchar al ogro, el rey y la reina, aún sorprendidos, no tuvieron más remedio que agradecerle su hazaña: su heroica acción merecía todo su reconocimiento y la recompensa prometida.
―Se lo agradecemos de verdad…, pero no sabemos aún su nombre… ¿cómo se llama? –le preguntaron al ogro.
―Podéis llamarme Shrek, majestades.
―¿Y qué recompensa queréis, maese Shrek? Pedid lo que deseéis…, os lo merecéis todo.
Sin embargo el ogro no pidió premio alguno. El rey y la reina no daban crédito.
―Yo no he hecho todo esto para conseguir oro o tierras, majestades. Sólo quiero que me concedáis un favor.
―Pedid y se os dará, maese Shrek.
Y el ogro sólo solicitó al rey que promulgara otro edicto prohibiendo a las gentes del reino volver a incordiarle.
―No podéis haceros a la idea, majestades –les aseguró el ogro–, de lo fastidioso, cansado y molesto que es que todos los días, a todas horas, la gente se dedique o bien a intentar, infructuosamente claro, matar al…«malvado ogro»…, o bien no paren de pedirme favores… –¡que si soy el más fuerte…, que si sólo yo puedo matar a la bruja…, que si esto, que si esto otro…!– ¡es insoportable!… ¡estoy harto!… yo sólo quiero vivir tranquilo… ¡es tanto pedir!…
Desde entonces se han escrito gran variedad de cuentos que narran las increíbles historias de las tres princesas y lo sucedido durante sus años lejos del hogar –como los que contaba el joven cuentacuentos–, aunque en su mayoría lo que narran tiene muy poco, o nada, que ver con los sucesos reales. Y no es que los escritores de dichos cuentos mintieran conscientemente, no, no es eso, lo que sucede es que, simplemente, desconocían la verdadera historia. Y eso porque tanto las tres princesas como sus padres así lo quisieron. Sin embargo has de saber, curioso lector, que sólo una persona más conoce toda la verdad: y esa persona soy yo, el ogro gruñón y maloliente que para conseguir vivir tranquilo y feliz en su apestosa ciénaga, sin ser incordiado por nadie y en completa y absoluta paz, fui capaz de embarcarme en una loca aventura y sobrevivir a infortunios indescriptibles y peligros insospechados para devolver a tres princesas a sus padres, el rey y la reina de un remoto reino, que vivían más allá de la gran montaña solitaria. [FIN del prólogo]
Y cuando el ogro terminó de escribir el libro de aventuras, misterios y magia donde narraba lo que realmente les sucedió a Blancanieves, Cenicienta y Belladurmiente, y al que tituló «La verdadera historia de las tres princesas: Lo que realmente les sucedió y no esa retahíla de sandeces que se cuentan en los cuentos.», salió satisfecho de su gruta y se fue a cazar arañas gigantes para la cena.
©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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