Etiquetas

[1201]

1201. Para toda la vida

Hacía veintiséis años que la Tierra había entrado a formar parte de la Federación de Planetas Unidos. Gracias a ello habíamos entablado contacto con seis civilizaciones galácticas a lo largo y ancho de siete sistemas, quince exoplanetas, una veintena de lunas e infinidad de asteroides, mineros la mayoría. Aquel día –viernes, según el calendario terráqueo por el que me rijo en mi nave; y es que con tanto viaje espacial y tanto calendario local de los planetas que visito me hago un lio, ¿sabéis?, por eso sigo el de mi hogar en la Tierra–… bueno, el caso es que aquel día aterricé temprano en el planeta Ineen (sistema Raydiss; civilización Aldeen). En mi nave de carga –la Proteo– transportaba armamento, piezas de recambio para propulsores translumínicos y algunos ejemplares de animales salvajes procedentes de las lunas Ohnes y Tinis (civilización L’esskim). Sí, me dedico al transporte interplanetario. Llamadme Isaías.
―¡Menudo viajecito que me han dado!… Descargad con cuidado las jaulas, que aún no han comido las fieras –les dije a los encargados del zoo–. Son dos temibles raaks adultos, grandes como osos, de diez tentáculos engarfiados… cada uno… y no les gustan los zarandeos.
―Pero Isaías… ¡aquí hay también dos crías!, ¿qué hacemos con ellas?… a nosotros sólo nos encargaron llevar dos adultos al zoo.
―¿Y qué quieres que haga con ellas?… van en el lote… No me fastidiéis, ¿queréis?, que aún me queda un largo día por delante; ¡echadles la culpa a los dos raaks… que se pusieron juguetones durante el viaje!…
Con el armamento no tuve pegas; en eso la comandancia del ejército aldeeniano siempre es una garantía.
―¿Dónde es esta vez la guerra? –les pregunté.
―En la nube de asteroides Oldoo, tras la nebulosa Eleëre.
―¿Y es por el gas o por los metales nobles?
―¡Oh, nada de eso!; esta vez es mucho mejor… pero es secreto –me dijo el sargento haciéndome una mueca cómplice.
Media hora después aterrizaba la Proteo en el puerto espacial del otro extremo del planeta. Allí descargué las piezas de los translumínicos y me hice cargo de trescientas toneladas de residuos radiactivos con destino al reciclador nuclear del megasteroide Iss’gha.
Cuando regresé a Ineen, tras entregar los residuos y desinfectar mi nave, ya atardecía en la capital, Uatha. Miré el reloj y, como aún era temprano para cenar, aproveché para dar una vuelta por la ciudad en busca de algo de sosiego y libertad. En un recoleto jardín conversé con un anciano expiloto que me contó sus cuitas aquella vez que tuvo que amartizar de emergencia en territorio hostil. «Fue una erupción de emociones, se lo aseguro», me dijo emocionado. Llegué a la plaza central y un abogado –o eso me dijo que era– quiso venderme, con ademán inquietante, un tónico contra el alzheimer. Ayudé a una niña a bajar de un árbol a su gato siamés. Unas damas de mal vivir se me insinuaron al cruzar por un callejón. En un cartel anunciaban la actuación del gran mago E’yerém, alias El Milagroso. En un puesto ambulante le compré a un vagabundo un tazón de chinchulín en su salsa. Luego entré en un café-librería a tomar algo. Nada me hacía presagiar que sucedería. Dicen que hay momentos en los que un aliento invisible nos empuja a desafiar incluso el código moral de conducta que cumplimos en la vida diaria. No lo esperaba, pero sucedió. Allí la vi, sentada leyendo un libro de ecuaciones vibracionales.
―Dicen que, para obtener las frecuencias naturales de las placas romboidales, se aplica una variante subrogada del método del Elemento Completo con el que analizar las vibraciones transversales libres de las placas vórtice en aceleración crítica –le dije sin más.
Ella me miró y sonrió.
―Eso siempre que la minimización del funcional no precise de secuencias convergentes, supongo –me respondió.
―Naturalmente –le dije.
Fue lo que se dice un flechazo en toda regla. Por si no lo sabéis, os aclararé que los aldeeniano se parecen mucho a los humanos. Tenemos nuestras diferencias, claro; están sus capacidades psíquicas… pero, comparándolos con otras especies galácticas, son pequeños detalles… Ellos tienen los ojos grandes –mucho más que los nuestros–, y ella tiene la piel moteada, es alta y atlética, ¡y tiene una sonrisa!… Se llama Inaa. El caso es que acabamos en mi nave y la noche se nos hizo pasión, como se suele decir. Lo demás es privado, aunque os podéis hacer una idea. Fue una noche inolvidable. Nos casamos dos meses después. De eso hace ya cinco años. Sus padres pusieron algunos reparos. Los míos también. Supongo que para ellos era difícil aceptar que nos pudiéramos enamorar de un alienígena. Pero ya se sabe: el amor es universal. Al final comprendieron que nos queríamos de verdad, para toda la vida: nuestra hija Einä es prueba de ello. Y sí, los humanos y los aldeenianos somos sexualmente compatibles. Plenamente.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
@ObservaParaiso
#CuentosSinImportancia