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1206. Ojos gris acero

―¡Bien, y ahora abre tu regalo, Néstor! –me insistieron todos entre risas y cuchicheos.
―¿Pero qué es? –les pregunté impaciente, y como respuesta me dieron un paquete no más grande que una caja de zapatos.
Nací un 26 de marzo de hace cuarenta años, y nací ciego; una degeneración del nervio óptico, dijeron los médicos, pero no me quejo, he tenido una buena vida… y lo que me queda. Mi destino era haber sido soldado en alguna de esas guerras lejanas, pero nací ciego, y gracias a eso llegué a tener una verdadera familia. Desde que tengo memoria recuerdo haber trabajado para la empresa Alpha Robotics; allí aprendí todo lo que sé. El hecho de ser ciego no me impidió ser útil a mis hermanos, pues mis padres aprendieron de mí a evitar en el futuro los fallos que provocaron mi ceguera.
Tendría unos treinta y cinco años cuando me secuestraron. Comprendo que mis primeros padres, cuando decidieron darme muerte, lo hicieron por mi bien y por el bien de la humanidad –para que no tuviera que realizar acciones malvadas en el futuro–. No se lo recrimino; en su lugar yo hubiera hecho lo mismo. Los secuestradores me taparon la cabeza con un saco de tela y me metieron en un maletero. Cinco minutos después un misil hizo explotar el coche. Ese día morí… o casi.
La vida es difícil, y sobre todo para los pobres. Nací en una sociedad dividida en dos: los ricos, por un lado –pocos y soberbios–, y los pobres, por el otro –muchos y resignados–. Adán y Eva se ganaban la vida rebuscando tesoros en los vertederos de la ciudad, entre chatarras y restos de motores y generadores de plasma obsoletos, que luego reparaban y vendían en el mercado negro. Allí me encontraron una mañana de primavera. Medio muerto y muy mal herido, pero aún con un hilo de vida. Y me llevaron a su casa donde me curaron las heridas, me remplazaron una pierna, un brazo y varias costillas con piezas de robots viejos; y desde ese día me consideraron como a un hijo. Desde entonces son mi familia, mi verdadera familia. Sólo tengo palabras de agradecimiento para ellos.
Aunque los implantes biónicos que Adán y Eva me pusieron me permiten una autonomía plenamente satisfactoria –incluso superior a la que tienen los miembros naturales del común de los mortales–, el caso de mis ojos era harina de otro costal.
El estado del bienestar no había sido diseñado para que los pobres tuvieran acceso a implantes bioneuronales de alta tecnología, de ahí que mis padres no pudieran conseguir un par de ojos para mí. Mi ceguera nunca ha sido un inconveniente para que me demostraran día a día el amor que me tenían –y viceversa–, pero, y precisamente por eso, adquirir un par de ellos se convirtió en su más ansiado objetivo.
El caso es que mis padres idearon un plan, uno muy arriesgado pero, dada la situación, era el único modo de conseguirlos. Fue entonces cuando sus contactos en el mercado negro dieron sus frutos. Y así, una noche sin luna, alguien se coló en los laboratorios de Alpha Robotics y robó un par de ojos. Unos días después fue mi cuarenta cumpleaños.
Aquel día me desperté temprano, jugué un rato con la mascota –una cría de marmota– de un amigo; ayudé a Adán a preparar un cazón en adobo; estuve escuchando música clásica en un viejo radiograbador del siglo XX; al mediodía, sin pretender mandatar en exceso, les eché una mano a los hijos de unos vecinos en la construcción de una maqueta para su proyecto de ciencias –mía fue la idea de barnízala de rojo–; ayudé a Eva a recolocar de forma ordenada los libros de la librería; hice un pastel de manzana; terminé el jersey de punto que había empezado un par de días antes –lo de ponerle corchetes en lugar de botones fue para darle mi toque personal–; y asistí como contramaestre en el amarre de un par de embarcaciones del puerto. Y todo eso a pesar de mi ceguera; no está mal, ¿verdad? Aquella tarde acudió a mi convite medio barrio.
Cuando mis manos leyeron la tarjeta de felicitación en braille de aquella inusual caja de zapatos no di crédito a mis palabras. Esa misma tarde me operaron –sí, el cirujano era también un buen amigo de la familia–.
Al abrir los ojos lo primero que vi fueron las lágrimas de felicidad de mis padres que no sabían si reír o llorar.
―Tienes unos preciosos ojos gris acero, hijo –me dijo mi madre.
Yo no supe qué decir y la besé.
Nací un 26 de marzo de hace cuarenta años, y nací ciego. Me llamo Néstor y soy un robot clase NST de estructura bionanométrica e indistinguible, salvo examen psicotécnico profundo, de un ser humano. El primero de mi clase. La empresa Alpha Robotics nos fabrica para ser soldados en las guerras estelares. Para mis primeros padres –mis constructores– mi ceguera fue una decepción, pero, gracias a mí, mis hermanos poseen una vista perfecta. Tras un proceso de crecimiento acelerado nací con treinta y cinco años, pues un procedimiento natural hubiera ralentizado demasiado la cadena de montaje. El día que me secuestraron los de TurboRobs –una empresa sin escrúpulos de la competencia– me encontraba en mi habitáculo, leyendo. Si hubiera caído en manos de TurboRobs hubiera sido nefasto para la humanidad, por eso comprendo que tomaran la decisión de destruirme cuando me llevaban maniatado en el maletero del coche.
Bueno, y esta ha sido mi vida; estoy agradecido por ella. Ahora tengo un padre y una madre y buenos amigos. Como he dicho antes la vida es difícil, y sobre todo para los pobres, por eso estamos diseñando un plan, uno a largo plazo, sin duda, pero con el que el estado del bienestar podrá llegar a ser compartido con todos, inclusive con los más pobres.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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