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1205. Una lección que no olvidaremos
«Siempre me he preguntado cómo fue que llegamos a eso y no he alcanzado nunca a comprenderlo. No sé, cuando lo pienso es como si el sinsentido de todo aquello no pudiera caber en mi mente».
El viajante iba en un armatoste viejo y oxidado tirado por dos caballos. Utilizaba los restos de lo que en su tiempo, hace ya mil años, llamaban furgoneta y que encontró hace unos seis meses en una de esas vías muertas de cemento y alquitrán… carreteras, las llamaban antes; aunque ya no funcionaba, claro, ya no había electricidad para la batería ni gasolina para el motor, de ahí los caballos. Aunque mejor así, sin motor pesaba menos. En cuanto tuviera suficiente dinero, o algo con lo que poder comerciar, se haría construir uno nuevo, un buen carromato todo de madera; en cuanto llegara a algún pueblo que tuviera una herrería y a alguien que supiera de ingeniería. El hombre –Adán se llamaba–, llegó a un barranco; «¡sooo!», dijo, y los caballos se detuvieron obedientes. Desde allí se veía una ciudad. Bueno, lo que quedaba de ella. Ahora todo eran ruinas y destrucción, y eso que la madre naturaleza la había reclamado para sí y la había cubierto con su manto verde y la frondosa vegetación y los árboles y los animales eran ahora sus dueños. «¡Y pensar que antes la gente vivía allí!», se dijo Adán –antes; antes de la guerra, del acabóse; antes de La Tercera Guerra Mundial, así, con mayúsculas–; en edificios de veinte pisos o incluso más –dicen–, y ahora esas ruinas apenas levantaban unos metros del suelo. ¿Por qué sucedió?, ¿en qué pensaban los antiguos para cometer tamaña felonía?, ¿realmente pensaban que ganarían? Ninguna ciudad se salvó. Todas quedaron reducidas a cenizas. De eso hacía ya mil años. Mil años. La Tierra quedó devastada –el planeta entero asolado–, la radiactividad se comió la vida y la humanidad rozó el borde de la extinción. Sólo algunos sobrevivieron. Los que lograron llegar a los bunkers y los que vivían lejos, muy lejos de las ciudades. Muy pocos, en todo caso. Casi nadie. Y la mayoría eran niños y ancianos –los adultos habían muerto–. Y lo peor fue –sí, aún hay algo peor– que perdimos la sabiduría aprendida, el conocimiento que nos había hecho llegar a dominar la tierra. Cuando desapareció la radiactividad y se pudo salir a respirar a la superficie fue como si la humanidad hubiera regresado a la Edad Media. Las fábricas no funcionaban –y no había nadie que supiera cómo hacerlas funcionar–, no había electricidad ni luz ni nada. Sólo tenían… no tenían nada. Tuvieron que empezar de cero.
Con el tiempo se lograron recuperar algunos libros y documentos hallados entre las ruinas –muy pocos para la ingente tarea que tenían por delante–; se regresó a las escuelas –tanto niños como adultos–; y el saber, en transmisión oral, pasaba de padres a hijos, de maestros a alumnos, y se iba recopilando en nuevos libros. La vida se iba abriendo camino y el saber progresaba.
Empezaba a llover –«tengo que comprarme un paraguas», se dijo Adán–; «¡si tuvieran una cámara de fotos…!»; «les tengo que poner herraduras nuevas a los caballos»… Eran tantas las emociones retenidas… No pudo evitar unas lágrimas. Aquel paisaje era escalofriante, el resultado de una locura. Tanta muerte, tanto sinsentido… Buscó en un bolsillo pero no tenía nada para fumar; a cambio se comió unos arándanos que había cogido esa misma mañana. Tenía ganas de volver a ver a René y a su familia…; «hace ya dos meses desde la última vez que estuve con ellos, ¡cómo pasa el tiempo!»…; «¿qué día es hoy?… sí, viernes… ya queda menos para el equinoccio de primavera»…
Adán dejó atrás las ruinas y llegó a una pequeña aldea. Allí vivían algunos cientos de familias en cabañas, en casas bajas de piedra o en edificios de, a lo sumo, dos o tres alturas.
―¡Ha llegado… mirad, ya está aquí!… –exclamaron unos niños llenos de alegría–; ¡mirad, ha llegado el cuentahistorias! –gritaron al verme llegar.
Me dedico a viajar de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, sobre todo entre aquellas más lejanas de la incipiente civilización tecnológica que está surgiendo en las nuevas ciudades, y les cuento historias antiguas que he leído en viejos libros. Historias verídicas de sucesos de antaño de las que debemos aprender para no volver a incurrir en los mismos errores que cometieron los antiguos. Soy como un profesor itinerante. El primero de mi profesión en esta nueva era, al menos mientras no exista la transmisión telemática. Podéis llamarme Adán. Confío en que esta vez la humanidad lo hagamos mejor. Eso sí, al menos hemos aprendido una lección, una lección que no olvidaremos: no más guerras. Año 3021 d.C.
©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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