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728. El peor de los tiempos
Vivo en el peor de los tiempos. Hoy está nevando y el frío atenaza mis manos. En la pequeña tienda de antigüedades el dueño me mira y sonríe y alarga sus ocho largos brazospatas y alcanza el objeto que le he pedido.
―¿Por qué quiere un corazón nuevo, acaso ignora que está prohibido amar? –me pregunta mientras lanza su lengua y caza un ratón.
Llevaba varios días buscando uno que no fuera muy caro.
―No es para mí, es para un amigo que lo necesita –le respondo cansado de escuchar siempre la misma broma.
A eso habíamos llegado: «Prohibido amar», se leía en los carteles estatales distribuidos por todas las calles de la ciudad.
Todo llegó a su fin hace tres generaciones, cuando los que ahora mandan llegaron prometiendo bienestar y paz pero nos trajeron caos y guerra. Luego expandieron sus ideas por todo el mundo. Nadie se atrevió a oponerse a ellos. Tras la guerra vivimos un espejismo en donde la ausencia de valores morales, la imposición del todo vale y del fin justifica los medios nos acabó llevando a la degeneración como medio de subsistencia. Ello provocó que los avances técnicos, sobre todo los relacionados con la ingeniería genética, se convirtieran en el único baremo de la evolución humana.
Me quedo mirando al dueño de la tienda sin llegar a comprender cómo se puede llegar a querer ser como una araña con lengua de camaleón; nunca lo entenderé. Y me dispongo a irme.
Al comienzo los implantes genéticos eran una mejora necesaria que curaba enfermedades hasta entonces incurables; luego pasó a ser una mejora estética recomendable y finalmente se convirtió en el método más sofisticado de control de masas, pues quien no tiene implantes no es admitido en sociedad. Y claro, todos quieren ser admitidos en sociedad. ¿Quién no? Pues yo. Nunca me ha gustado, nunca he querido, pues metamorfosea el cuerpo pero pudre el alma; ¿es que nadie se da cuenta de que así no se puede vivir?
―Perdone, ¿no tendrá por casualidad el Libro? –le pregunto a la araña con la puerta abierta, justo antes de pisar la nieve de la calle.
―Entero, no –me responde mientras se balancea colgando del hilo que genera su abdomen–, sólo me queda un Isaías, un Lucas y un Juan y algunos Salmos, creo.
―Me los llevo –le respondo.
―¿Todos? –me pregunta, mientras con dos movimientos livianos de sus ochos largos brazospatas atraviesa la tienda andando por el techo y los alcanza.
―¿Acaso los quiere usted? –le pregunto irónico.
―¿Yo, para qué los quiero? –me responde ofendido y desciende hasta el mostrador.
―Pues por eso; yo sí los quiero –le respondo, mientras saco el dinero para pagarle.
Bajo la ilusión de la libertad mal entendida, las élites alimentan egoístamente el control de la población mientras ésta se autoconvence de vivir en el mejor de los mundos, algunos por detentar ellos mismos algún pequeño poder burocrático, pues el tiránico Estado se ha convertido en un enorme conglomerado de clientelismo autorrealimentado y por tanto les necesita para seguir engordando, y la mayoría por motivos de pura supervivencia, pues sólo quien apoya al poder se beneficia de él y por tanto vive, si es que a eso se le puede llamar vivir; o mejor dicho, porque quien se opone al poder no vive para contarlo. Por eso me convertí en un descartado, primero, y ahora me tienen por terrorista social y busco a alguien que me ayude.
Llego a casa de mi amigo y subo a su piso, una buhardilla mal acondicionada donde malvive.
―Toma, tu nuevo corazón –le digo, me voy y cierro la puerta.
―Gracias…, amigo –le oigo decir tras la puerta cerrada.
No es que no quiera ayudarle, es que no resisto ver en qué monstruosa criatura se ha convertido; al fin y al cabo le quedan pocos días de vida.
Sé que en algún lugar, tras las murallas de la ciudad, hay una Resistencia que se opone al tiránico poder burocrático que nos gobierna y espera su momento. A veces veo pequeños grafitis en alguna pared con su logotipo. ¿Pero, cómo encontrarlos?, ¿y cómo sabrán de mí? Así que huyo de la ciudad, y andando por el campo las espigas transgénicas me llegan al ombligo y acaricio la fina línea del horizonte que me separa del cielo y miro a lo lejos y veo una nave espacial que busca un lugar donde aterrizar y sé que me busca a mí aunque lo disimule y sigo caminando y sé que me ha detectado y corro y corro buscando un refugio y llego al bosque donde los árboles me ocultan y sigo andando… sin rumbo.
―¿Dónde vas, amigo? –me topo con alguien que interrumpe mi huida.
Y yo intento escapar pero aparecen dos hombres y una mujer.
―Tranquilo, somos amigos, sabemos quién eres, tranquilo –me dicen pero yo desconfío.
―¿Cómo lo sabéis? –les pregunto.
―¿Cuántos implantes llevas? –me pregunta la mujer.
Y me niego a contestar, pero veo sus sonrisas y al final contesto; «¿qué más me da si muero ahora?», pienso para mis adentros.
―Ninguno, bueno… sólo un par de empastes dentales –le digo.
―Pues por eso sabemos quién eres, ¿acaso crees que hay muchos sin implantes genéticos? –me responde uno de los hombres, el más alto.
Prohibido amar. Primero nos dijeron que ellos tenían la solución a todos nuestros problemas, luego que teníamos que proteger al Estado, luego que teníamos que luchar contra los enemigos del Estado y luego que había que odiarlos; lo que no nos aclararon era quiénes eran esos enemigos del Estado y cuando lo hicieron ya era demasiado tarde pues los enemigos del Estado éramos nosotros, todos los que nos oponíamos al propio Estado y a su tiranía. Y finalmente nos prohibieron amar; así, en general, prohibido amar a todos. Era lo mejor, nos dijeron, y claro, ¿quién se iba a oponer?
―¿Quiénes sois? –les pregunto.
―Somos la salvación de la humanidad –me responde el hombre más bajo–, ven, síguenos.
―Tengo esto –y les muestro los libros que he ido acumulando estos últimos años–, y un par de pistolas.
―Bien, las pistolas no serán necesarias; en cuanto a los libros, aquí encontrarás muchos más; ellos serán nuestra mejor arma.
Y por fin he encontrado lo que buscaba, la Resistencia, pero no es como me la imaginaba, no son gente importante, no son grandes guerreros, no son sabios, ni siquiera parecen saber luchar, y, lo que es peor, ni siquiera parecen querer luchar, pero curiosamente eso no parece preocuparles.
―Vivimos en el peor de los tiempos, es cierto –me dice la mujer–, pero eso también tiene su lado positivo.
―¿Ah, sí? –le pregunto.
―Sí. Ellos acabarán por autodestruirse, sin que tengamos que hacer nada, entonces volveremos; puede que eso suceda mañana mismo o dentro de mil años, entonces nuestros descendientes volverán, sin que tengamos que hacer nada, porque ellos han entrado en un callejón sin salida; bueno… sólo con una salida… su autodestrucción. Hacía tiempo que sabíamos de ti; estábamos a punto de ir a buscarte. Llevamos tiempo incorporando a nuevos miembros a nuestras filas, aunque es una tarea lenta; primero hay que estudiar si el candidato es de fiar. Contigo ha sido fácil, se te ve a la legua que no le gustas al Estado –me dice con una sonrisa.
Y ahora vivo escondido entre las cuevas del bosque, tras las murallas de la ciudad, donde sólo viven los proscritos, los desterrados o los condenados por la sociedad… y nosotros…, en un terreno aún contaminado por las viejas guerras, guerras de cuando se luchaba contra los enemigos del Estado, el mismo Estado al que algún día las personas como yo derrocaremos… y volveremos a establecer aquel bienestar que había antaño, cuando los valores morales eran importantes pues antes vivíamos en paz y no sé muy bien el porqué pero ahora recuerdo una frase de alguien que dijo: «es curioso, miro al cielo y veo tres soles y esa luna rodeada por sus anillos, tan cerca de mí que alzo la mano y creo poder tocarla; eso hace que sea como soy».
©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
@ObservaParaiso
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