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1214. Sólo cabe la verdad

―¿Y, dígame, visto el conjunto de su magna obra, cómo llega a imaginar tales escenas?
―Bueno, todo se reduce a observar a mi alrededor y luego plasmarlo lo más fidedignamente posible.
―Pero usted pinta obras de temática futurista, de ciencia ficción: alienígenas, naves estelares, viajes interplanetarios, criaturas espaciales, paisajes inconcebibles de otros mundos… incluso la más pura fantasía que nadie haya ilustrado jamás, ¿cómo dice que todo ello lo obtiene observando a su alrededor?
―Bueno, podría aducir mil y una sesudas razones para corroborar tal… afirmación, sí, pero me temo que todo es mucho más sencillo de lo que parece, verá, la pintura, según yo la veo, es como la vida misma, y pues así como en la vida, en el cuadro sólo cabe la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad; porque yo no pinto ciencia ficción ni fantasía, no… yo me considero un pintor realista, incluso diría que naturalista.
Finalizada la entrevista, Adrien le Brun salió de los estudios de televisión, donde había concedido la primera entrevista en los últimos cinco años, y se dirigió a su automóvil, aparcado en un solar solitario.
A Adrian no le interesaba salir en los medios audiovisuales, primero porque, a pesar de que aquel halo de misterio en torno a su persona que él se preocupaba tanto por alimentar (no apareciendo, por ejemplo, en público más que en contadísimas ocasiones) le daba, si cabe, mayor expectación y fama a su asombrosa obra pictórica, ésta ya era, por sí misma, suficientemente aclamada por crítica y público; y segundo –y principal– porque de lo contrario podría ser sumamente peligroso para su propia supervivencia. Y es que si cierta gente llegara a saber que el afamado Adrien le Brun, pintor excéntrico donde los haya, supuestamente francés, de edad indeterminada (aunque según la prensa más amarilla ésta podría bascular entre los apenas cuarenta hasta alcanzar los noventa largos) y que vivía no se sabía dónde… si supieran que no era lo que decía ser… bueno, podría acabar entre los barrotes de alguna celda para ser sometido a toda clase de análisis y pruebas más o menos pseudocientíficas, incluyendo alguna que otra lobectomía o similares.
Adrian entró en su automóvil, activó el tintado automático de los cristales y, tras comprobar en el radar que no corría riesgo alguno, se desprendió del biocamuflaje que le permitía mostrar una apariencia plenamente humana. Sí, desde que descubrió a los humanos le gustaba viaja a la Tierra y aparentar ser uno de ellos y le gustaba pintar, pero la presión osmótica de la epidermis transmutable podía llegar a molestar un poco; ahí otra razón por la que reducía el número de apariciones en público. «¡Qué fácilmente se admiran de mis cuadros!… y eso que lo que pinto es nuestro pan de cada día allá en Oc’hale, mi querido planeta natal; aunque, claro, para los humanos es tan… impresionante», se dijo mientras arrancaba el auto y se perdía entre las nubes.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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