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1212. El rapto de Perséfone

«…fulgurar en el firmamento ecuestre…» leía en el periódico cuando alguien llamó a la puerta. Mi secretaria abrió y vi entrar en mi despacho a una mujer joven, decidida, de pelo corto y negro, con un vestido recto de telas fluidas color lavanda sin marcar el cuerpo, de corte evasée a la cadera, hasta la rodilla, y escote en V; llevaba un sencillo sombrero cloche a juego, tenía los ojos castaño claros y no iba maquillada.
―Ayúdeme, detective, han raptado a Perséfone –me dijo de sopetón, sin presentarse ni esperar a que yo iniciara la conversación.
―Sí, precisamente estaba leyéndolo en el periódico –le dije levantándome de la silla y acercándome a saludarla.
Perséfone era una hispano-árabe de fama mundial, de los pocos ganadores de la Triple Corona. La joven era su dueña, Asunción Aracena, duquesa de Sanlúcar. Acepté el caso, naturalmente.
Resultaba evidente que a las cuadras de la competencia les interesaba –y mucho– que Perséfone «saliese» del panorama ecuestre, por decirlo educadamente; y, si eso era lo que había pasado, sería muy complicado, por no decir imposible, dar con ella. Por otro lado… ¿quién querría secuestrarla?; ¿para pedir un rescate?, ¿por venganza?… El asunto no pintaba claro.
Lo primero que hice fue, lógicamente, ir a ver las cuadras. Estuve buscando pistas en la de Perséfone y sus proximidades y preguntando a los mozos de cuadras y yóqueis, pero ninguno vio ni oyó nada fuera de lo normal. Aquella mañana la habían sacado a entrenar como cada día y en ningún momento estuvo sola: o bien alguien estuvo con ella (cepillándola, sacándola a entrenar, poniéndola la comida…), o bien estuvieron cerca, cuidando al resto de caballos de las caballerizas.
―A las dos come el personal; yo llegué a las dos y media y Perséfone ya no estaba –me explicó Asunción.
¿Cómo puede desaparecer un caballo sin que nadie lo vea y sin dejar siquiera un rastro?, me preguntaba, y la respuesta es que no puede; por eso un camafeo me indicó el camino.
Encontré el camafeo en un rincón, cuando buscaba en su cuadra. Primero pensé que sería de Asunción, pero, en un retrato familiar que vi colgado en el salón del castillo, observé que lo llevaba puesto su hermana. Aclarado este punto, lo demás vino rodado.
El caso es que fue Aurora, la hermana pequeña de Asunción –de doce años–, la que se llevó a Perséfone. Ella tenía su propio caballo –Trueno, se llamaba–, pero no era tan rápido como Perséfone. Por eso se lo llevó: como venganza.
Ya os lo podéis imaginar: era el típico caso de envidia intrafraternal donde la hermana pequeña coge una pataleta porque ella también quiere montar a Perséfone, o porque quiere un caballo como el de su hermana, o porque «¡no es justo, Asunción siempre tiene lo mejor!», o cualquier otra cosa por el estilo, y una tarde, aprovechando que no hay nadie en las cuadras, va y se lleva el caballo de su hermana y lo esconde… vete tú a saber dónde.
―Está en el cobertizo de atrás, el que no se usa, junto al río –nos indicó ella misma cuando se dio cuenta de que la habíamos descubierto.
Y eso fue todo. Ah, un detalle más: recuperar a Perséfone no fue la única consecuencia buena en todo esto, no; todos salimos ganando –sí, todos–, pues Asunción y yo nos casamos un par de meses más tarde. Sí, fue un caso muy fructífero, la verdad, resuelto, como diría mi abuela –que en paz descanse–, que de esto sabía un rato largo, aplicando técnicas de no discriminación.

©Luis Jesús Goróstegui Ubierna
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